De bodas y divorcios


Si ayer comentaba uno de los episodios más bochornosos que me sucedieron al llegar a los Países Bajos en Una cuestión de servicio, hoy voy a seguir con otra anécdota similar. Sucedió hace unos tres o cuatro años, después de haber hecho ya un par de cursos de holandés y supuestamente tener el nivel suficiente para comprender una conversación sencilla. Estábamos en una reunión en la que se discutía sobre uno de los productos que vendemos. Yo había convocado la misma y en la sala habían unas ocho personas. Si soy el único que habla inglés siempre les pido que hablen en holandés y así practico. De cuando en cuando me pierdo pero por lo general, capto casi todos los conceptos porque conozco el vocabulario relativo a nuestro negocio. Estábamos discutiendo alguno de los puntos cuando de repente detecto algo extraño. Hablaban de uno de los gerentes y al parecer se casaba con otro o no, algo que no me quedaba claro. Se me fue la sangre del rostro. Ni en cien vidas habría supuesto que ese tipo se había pasado a la raza del julandro, un hombretón increíble con dos hijas y una esposa que había comprado en el catálogo de las asiáticas y además del que se gritaba en las máquinas de café que estaba taladrando a una de las secretarias con su broca del amor. Sabía que su matrimonio hacía agua y que los trámites del divorcio habían comenzado, pero de ahí a escaparse del armario y acabar en brazos de otro tipo con el que no se lleva nada bien me parecía muy fuerte. Recordé cuando me contaron la historia de como cansado de rubias holandesas y buscando un sabor más exótico, buscó en el catálogo de las asiáticas y se compró una vietnamita, la cual quería vivir y tener un pasaporte del primer mundo y estaba dispuesta a dejarse comer el chichi con tal de conseguirlo. Ella le dio dos hijas y la cosa fue bien hasta que transcurridos los años adecuados consiguió la nacionalidad holandesa. En ese momento se acordó de su plan original, el cual era poner una pata en el mundo ese que se ve en las películas y una vez lo había conseguido, tenía que deshacerse del marido y desangrarlo cobrándole una pensión de manutención por las niñas.

Si la historia de ese hombre me sorprendió, la del otro no se quedaba atrás. Un programador que superada la edad de escribir líneas de código había terminado como gerente de producto, un tipo de una mala hostia legendaria y del que yo pensaba que estaba felizmente casado con una colombiana que había comprado en el catálogo de las sudamericanas, uno más asequible porque las mujeres que posaban en el mismo no eran tan guapas. En la mitología de mi empresa se dice que los programadores eligen sudamericanas por usura, por ser más rácanos ya que prefieren tirar su dinero en ostentosos ordenadores que se fabrican pieza a pieza y de los que chulean siempre que pueden. Son tan miserables que compran unos equipos carísimos y después los visten con programas ilegales que se bajan de la red. Esos mismos desarrolladores, a la hora de satisfacer sus necesidades carnales, optan por el libro de las colombianas y las peruanas que salen más baratas por ser más básicas. Con la mujer que se compró tuvo dos hijas y después un hijo, que era realmente lo que él quería. Una vez le pregunté qué hubiera pasado si el tercero hubiese salido niña y me dijo que habría ido por el cuarto, el quinto, el sexto y los que hicieran falta porque lo que él deseaba era un hijo varón. En otra ocasión me enseñó un álbum de fotos que aún me provoca pesadillas en las obscuras noches de invierno. Compartimos despacho durante un par de años y un día trajo un librito para enseñármelo. Me contó que su hija mayor era una artista y le gustaba crear fotonovelas y que para ello toda la familia posaba en las fotos y una vez reveladas, ella les añadía la historia. La que yo vi trataba de una familia que hacía un asadero en su jardín. No era nada extraño hasta que mi compañero de despacho apareció en la primera foto. Era de cuerpo entero y vestía un micro-tanga rojo que no alcanzaba a tapar los pendejos. Os podéis imaginar la cara que se me quedó. Mi oculista me vio un par de semanas más tarde y me convenció de que no necesitaba un transplante de córnea para recuperarme de aquello. Ese mismo hombre me dejó de piedra en otra ocasión cuando me dijo que su mujer trabajaba cuidando muertos, gente desahuciada en sus últimos días de vida y con los que ella permanecía hasta que la diñaban. Todo un lujo de trabajo, como para levantarte por la mañana ilusionado por ir a ganarte el pan de cada día. De este otro tampoco me esperaba que se pasara al reverso zarrapastroso del julandro, era la penúltima persona que esperaba encontrar allí.

En la reunión, mientras todas estas cosas pasaban frente a mis ojos, seguían hablando que si boda sí, boda no, boda sí, entre esos dos y yo sin poder cerrar la boca por el asombro. Debíamos estar ante una de las señales más claras del fin del mundo, cuando dos tipos con cinco hijos en total deciden largarlo todo y pese a caerse fatal casarse entre ellos y convertirse en la comidilla de toda la empresa, ya no puede faltar mucho para que se escapen todos los que hay en los cementerios y comiencen a televisar el Juicio Final. Yo comencé a negar con la cabeza, rechazando la idea y di un manotazo sobre la mesa.

¡Que se pare el mundo que yo me bajo aquí! ? les dije metafóricamente hablando ? No me puedo creer que esos dos gerentes se escaparan del armario y ahora se dediquen a recoger jabones del suelo en la ducha del gimnasio. Me niego a aceptar que algo así esté sucediendo en éste nuestro mundo. Y tampoco me creo que todos vosotros estéis hablando de la posible boda como si nada, es que no me entra en la cabeza NI DE CO?A.

Se quedaron callados y me miraban como si estuviera pasado de vueltas, definitivamente acarajotado. Uno de ellos me preguntó por mi asombro y yo le dije que jamás habría supuesto que esos dos gerentes se fueran a casar. Ellos me miraron durante unos segundos antes de empezar a reírse a destajo. Pasó más de un minuto hasta que alguien se dignó explicármelo. Durante la conversación yo había reconocido el verbo trouwen, que significa casarse y como hablaban de ambos, había deducido que se trataba de una boda. En realidad usaban el verbo vertrouwen, con la puta partícula ver delante y que cambia el significado y lo convierte en confiar, así que en realidad toda la conversación era sobre si esos dos gerentes confiaban o no el uno en el otro y no si se casaban. El rojo intenso de la vergüenza que pasé me duró todo el día y no creo que hubieran transcurrido ni sesenta minutos desde que terminó la reunión cuando ya lo sabía hasta Rita la cantaora, la señora que trabaja en la cantina.

Después de todos estos años de cuando en cuando alguien lo saca a colación y si en alguna de mis reuniones se habla sobre algún problema de confianza, siempre hay algún cabroncete que me explica que nadie se va a casar riéndose por lo bajini.

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5 respuestas a “De bodas y divorcios”

  1. jajajajajaja Le puede pasar a cualquiera…jajajaja
    Lo que no entiendo es porque son mas caras las asiaticas que las latinas en venta…
    Salud

  2. Jajajaj… Sí, lo de ser más caro un continente que otro no me ha quedado claro. Hay un ránking ne esto. Quién va en cabeza las de los países del Este? Bufff, qué fuerte! Qué pena!

  3. a como nos cotizamos las españolas de pura cepa con semi-artes culinarias? si pagan bien….