El cafelito


Mi amigo el turco es un pedazo de pan, musulmán pero pan al fin y al cabo. El chiquillo es que tiene un corazón más grande que los pechos de Pamela Anderson. Ya he comentado en alguna ocasión que suele ir a remar los sábados por la mañana. Eso es capacidad de sacrificio. Se levanta a las ocho y media para remar con otras cinco personas por los canales de Ámsterdam. Haga frío o calor allí están ellos dando el callo. Es mi héroe. Mientras esto sucede yo estoy soltando ventosidades y revolcándome en mi cama con mi manta eléctrica a todo meter mientras la calefacción de mi casa se espabila y comienza a preparar la casa para el advenimiento del amo y señor de la misma, momento que no suele suceder antes de las diez de la mañana de un sábado cualquiera.

Ya empiezo a divagar. Estábamos en que el turco va a remar los sábados. Ahora tiene un profesor. Creo que ya dije la razón por la que lo cambiaron y como no quiero repetirme, mirad los archivos con atención que seguro que está escrito. El equipo de remo lo forman cuatro holandesas de esas que igual cogen un saco de papas de cincuenta kilos que escalan el Teide en bicicleta, o sea, unas mujeres de corre que te pillan y junto a ellas un francés y mi colega. El francés como buen gabacho que es parece amanerado, producto de la perniciosa forma que tienen de hablar, que independientemente del idioma que usen siempre da la impresión que tienen la boca llena de lefa y les da miedo escupirla. El día que esa gente aprenda a vocalizar y a usar todas las partes de su boca conquistarán la vieja Europa y le daremos por el traste a nuestros amigos del águila y el cañón. Por el momento nos tenemos que conformar con lo que tenemos. Un domingo cualquiera de este otoño el francés, después de estar más de medio año remando con el otomano lo invita a que se pase por su casa para tomar un cafelito y de paso conocer a su novia, una holandesa que por lo que cuenta es la chocha del martes venida a más, prima de top model y con unos genes que ya los quisieran para sí los Borbones o los Austria e incluso en la casa de Alba. Le dice que se pase a las dos y media y así confraterniza con esos bellezones neerlandeses.

No hace falta recordaos que mi amigo por un coño va a misa si es necesario, que se pierde por un cuerpo con bragas y con plenas facultades para eso que unos denominan hacer el amor y que no es más que follar, el restriegue de sudores de cuerpos sin otro objeto que el mero asesinato de unos millones de espermatozoides que de no ser por esto habrían acabado en cualquier servilleta o taza de retrete y que así al menos morirán viendo de lejos ese óvulo que no podrán alcanzar. El turco me lo cuenta el sábado más exitado que los tampones de Scarlett Johannson. Sueña con ese momento al día siguiente en que su encanto y belleza exterior derribarán las barreras de un tremendo bellezón y esta se tirará al suelo arrancándose la ropa y gritándole que la posea. Me da hasta envidia. El sábado no toma alcohol para preparar su espíritu y que sus chacras den lo máximo al día siguiente. En lugar de ver fútbol se empapa dos horas de programación del canal de televisión de música clásica. Todas sus células están adoctrinadas y son conscientes de lo importante que es este momento para ellas.

A la mañana siguiente se levanta y pasa las horas acicalándose. Se pone hasta desodorante, algo inaudito en este hombre. Se afeita dos veces y pasa al menos en tres ocasiones por la ducha. Se pone los mejores gallumbos y coloca el paquetillo con cinta métrica, ajustándolo al milímetro. El mejor de sus desgarbados pantalones de diseño, esos todos rotos y que compra siempre por más de doscientos eurolos, la camisa por fuera para que se vea la marca y la etiqueta con el precio, etiqueta que hay que quitarle cuando se lava y volver a coser con posterioridad. Está como un palmito. Descubre una peluquería que abre en domingos y acude raudo a tirar treinta euros y que le hagan un retoque. A las dos y media está en la puerta de la casa del francés, uno de esos edificios viejos y estrechos con escaleras empinadas y que parecen a punto de caerse. En lugar de llamar al timbre los avisa con el móvil, algo con muchísimo más estilo y glamour. Le abren y sube las escaleras despacio y controlando la respiración, que no es hora de estropear el concepto antes de tiempo. Cuando llega a la tercera planta le espera en la puerta una vieja cuarentona (aunque más cerca de los cincuenta que de los cuarenta). Intuye que se ha equivocado y vuelve a llamar. El teléfono suena en el interior de la casa y la doña le da la bienvenida. Se presenta y le dice que es la novia del otro.

El cielo en peso cae sobre mi colega. Donde está esa chocha fruto de los mejores genes, esa diosa de la que supuestamente es el novio porque lo que tiene delante no es más que una vieja más cascada que los fogones del Titanic y con la que uno no echa un kiki ni con las luces apagadas. No la vamos a describir porque sería cruel pero decir que la señora más que patas de gallo las tenía de avestruz.

El turco encuentra al francés y le dice que donde está la chorba esa top model. Se lo dice mientras agita la pelvis con movimientos reflejos de su organismo, que está sintonizado para fornicar y ya anda en los previos. El francés se disculpa y dice que no ha venido porque había salido de juerga la noche anterior y anda algo cansada. Cuando nuestro héroe está por marcharse el otro lo detiene y le dice que antes de tomar el cafelito tienen que mover una cómoda que está en el piso de abajo y que hay que subir a este, nada del otro mundo, un trabajillo de un par de minutos. Bajan al lugar y el susodicho mueble es un pedazo de trasto enorme de por lo menos cien años y hecho con madera maciza. Aquello debe pesar un huevo y parte del otro. Le pregunta si la vieja los va a ayudar y el francés le confirma que no.

Estuvieron tres horas moviendo aquel trasto escaleras arriba, ciento ochenta minutos de sudor y ni tan siquiera un puto vaso de agua. Cuando acabaron eran cerca de las seis, el hombre estaba que no se sentía las piernas y como recompensa le ofrecieron un cafelito. Se lo tomó y le dieron puerta. Esto no se le olvidará mientras viva. Volvió a casa dolorido, sudado y con la misma carga de esperma que tenía por la mañana. Lo podríamos calificar de fracaso rotundo y nos quedaríamos cortos. El hombre no quiere ni oír hablar de franceses y modelos.

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8 respuestas a “El cafelito”

  1. yo creo que el francés de tonto no tenia ni un pelo, jejej, que le salio el porte del muebe gratis. Seguro que lo tenia todo planeado, jejje

  2. De siempre se ha sabido que los franceses son mala gente. No hay más que recordar aquel que se hacía cuadros cogiéndose los huevos con una manita.

  3. Ufff, que mala leche la del francés. Chiquita encerrona.
    Yo conocí una francesa muy muy muy chula, tanto que discutía conmigo y otro colega sobre palabras en español, hehehehe, lo recuerdo y me parto la picha

  4. ke cabrón el gabacho ese. Tu amigo El Turko debería haberle metido la mesa por el kulo!!