El día que nadé con los tiburones ballena


El relato comenzó en El comienzo de otro gran viaje

Hay cosas que ni te planteas porque piensas que jamás lo harás. En mi caso, lo de tirarme al agua a nadar junto a tiburones ballena sonaba tan fuera de mi mundo que ni siquiera lo consideraba como algo posible. Cuando estaba en Cebu, vi que se podía ir a un poblacho al sur de la isla para verlos, pero la logística era muy complicada, ya que o bajaba en un taxi pagando setenta leuros, o me tenía que levantar de madrugada para coger un autobús a las tres de la mañana que te viene dejando en el lugar sobre las siete. Me olvidé del asunto y decidí seguir con el plan de Bohol. Estando allí y cuando me apuntaba a la excursión para ver los clásicos del villorrio, vi que tenían una foto en uno de los carteles y pregunté y cuando el hombre me dijo que todos los días iba un barco desde aquí hasta la playa en la que se pueden ver y que te cobraban diez leuros, se me expandieron todas las chacras y ya sabía lo que haría mi segundo día en el lugar. 

Esta mañana, me levanté cinco horas y media antes de la hora Virtuditas, pasé de hacerme un chás-chás y desayuné los panecillos que me compré el día anterior en previsión del evento. A las seis me recogieron y me llevaron en moto a la playa. Una de las cosas que pregunté cuando pagué fue por el tamaño del barco y el tipo de motor, ya que en uno pequeño y petado, es más fácil que suceda un accidente. En este caso, tenían uno con capacidad para treinta personas, con motor diésel y éramos doce pasajeros, con lo que nos sobraba el espacio. A esas horas, uno no está para averiguar la vida de los demás y todos dormitaron o escuchaban música, a su bola. Yo opté por seguir acortando la gigantesca lista de Podcasts que tengo para escuchar. El viaje es monótono y lo más destacable son las esperpénticas maniobras para subir al barco, bajar del mismo y lo que hacen los filipinos para alejarlo de la orilla, una combinación de gritos, gestos y mucho público. En el camino pasamos cerca de Balicasag, una isla rodeada de playa blanca, pequeñita y que parece un paraíso. La llegada fue problemática porque había olas, la playa en la que atracan los barcos es de rocas y al parecer, yo soy el único que prefieren las sandalias Moisés a las cholas y con estas últimas, no se puede andar en el agua y los otros las pasaron canutas. En la playa nos esperaba el chamo Makey que nos llevó al lugar en el que hay que apuntarse y pagar y en donde te dan unas mínimas explicaciones con lo que puedes o no hacer, que se reducen a esto: no más de ocho julays por tiburón, no acercarse a menos de cuatro metros, no tocarlos, no ponerse bronceador o bloqueador solar. Nos dieron a cada uno un chaleco salvavidas y le comenté al julay que quería alquilar una cámara acuática. El chamo se ausentó un momento y volvió con una. Dejamos nuestras pertenencias en un armario vigilado por un viejillo y nos fuimos a subir a un barquillo a remo. Al parecer, en temporada alta puedes pasar horas esperando tu turno pero en esta época, fue llegar y subirnos. En mi barca íbamos cinco pasajeros y había tres nativos. Lo que yo no sabía es que dos de ellos estaba allí por y para mi. Cuando llegamos a la zona de los tiburones, lo flipas. Hay barquitos desde donde les lanzan la comida y así los acercan a la gente. Los tiburones pasan un kilo de todos, ellos lo que quieren es la comida gratuita. Estos mismos pesadores, hasta hace pocos años los mataban porque los consideraban competidores y ahora los cuidan como hijos propios y la economía del pueblo de Oslob depende en gran medida de los meses que los tiburones ballena están por allí. 

Los dos chamos que iban conmigo se aseguraron de hacerme un montón de fotos bajo el agua con el tiburón (o los tiburones porque había varios) detrás de mi. En un momento determinado había tres tiburones y aquellos gritándome que me hundiera una y otra vez para hacerme fotos. Después me dejaron la cámara y yo seguí haciéndoles fotos mientras nadaba a su alrededor. Fue algo alucinante y el tiempo se pasó volando. 

Al salir del agua, una chica me dijo que la acompañara, fuimos a una pequeña tienda con un ordenador, copiaron todas las fotos a una tarjeta de memoria que les dejé y me las dieron. Después regresé al barco y allí me enteré que dos de las pasajeras eran funcionarias españolas que han pedido seis meses de suspensión de empleo y sueldo para irse por Asia. Charlamos un rato, hasta que encendieron el motor y todo el mundo volvió a entrar en estado de sopor. El regreso duró casi tres horas porque el viento y la mar estaban en contra. Al llegar, de nuevo maniobras fascinantes para acercar el barco a la orilla, saltamos al agua y seguí charlando un rato con las españolas hasta que nos despedimos. Tenía hambre y quería atar bien mis días siguientes así que opté por cenar temprano y regresar al hotel. Primero estuve una hora y pico en la piscina y después reservé mi siguiente hotel, compré el billete del barco y comencé a otear el horizonte. Mañana (en el tiempo del relato, ya que en realidad sucedió el viernes de la semana pasada), me iré de Bohol

El relato continúa en Llegando a Siquijor

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5 respuestas a “El día que nadé con los tiburones ballena”

  1. O los tiburones tenían cosida la boca, o eran de plástico, o no entiendo como coño fuiste capaz de nadar con ellos, tu estás grillao… 🙂
    Salud

  2. Busca en la wikipedia tiburones ballena y verás que no son como los blancos u otros modelos de gama baja. Esta es la cuarta o quinta vez que nado entre tiburones. En Malasia había unos pequeños, en Tailandia también, en Indonesia también habían. También merece la pena recordar que hierba mala nunca muere y que mientras en el grupo haya una bosta desbaratada y con chaleco salvavidas, ese es el objetivo de los tiburones.

  3. Ehem, hierBa debe haber mucha por ahí, si…
    Me encantan tus vacaciones. Quien pudiera!

  4. Tan avanzado como es el iPad y la App de wordpress pasa ampliamente del corrector ortográfico y así pulso en las letras de la pantalla y el dedo se desplaza cuatro milímetros y la caga