El fin de una rueda


Desde hace unos meses mi plácida vida ha tenido un tremendo nubarrón sobre la misma que amenazaba con un drama total y yo he ido preparándome como buenamente pude para el mismo. Sucede que La Zarrapastrosa, la cutre bicicleta que tengo en Hilversum y con la que recorro los setecientos metros que hay entre la estación de tren y la oficina, estaba chocheando, se le notaban ya los años, como a algunos comentaristas y cada vez más, se ganaba el nombre de SAMBACLETA porque cuando vas sobre ella, te agitaba la caja de la mierda con tremenda saña y es como mano de santo contra el estreñimiento. Uno a uno, los rayos de la rueda trasera se han ido rompiendo, con el metal cansado seguramente por los años de servicio con personas obesas como vosotros, ya que estos últimos años ha tenido la suerte de prestarme sus servicios, y yo soy bulímico-noréxico del coño y mi grácil figura prácticamente pesa menos que el aire, sobre todo después del jiñote mañanero. Reparar la rueda requiere unos dones que yo no tengo y por lo que me comentaron los colegas de la oficina, por el precio que me cobrarían en cualquier tienda de barrio puedo conseguir otra bicicleta. En los planes preventivos que hice hace meses, en realidad me agencié otra bicicleta, una que estaba abandonada en el complejo de edificios en el que trabajo y que ahora está en nuestro garaje. El problema es que las manillas de los frenos se le pudrieron y tengo que conseguir otras y reemplazarlas, cambiarle la cámara de las ruedas y engrasarla, con lo que requiere de cierto mantenimiento antes de saber si realmente está lista para pasar a ser mi bicicleta de Hilversum.

Durante el fin de semana, la temperatura volvió a subir hasta más allá de los treinta grados y pilló a la La Zarrapastrosa aparcada en la estación, al aire libre y expuesta a las horrendas condiciones meteorológicas. Parece que fue mucho para ella y ayer, cuando la usé para ir a la oficina, la SAMBA característica la tenía demasiado exagerada. Cuando llegué a nuestro garaje, miré la rueda y descubrí que se ha partido en dos puntos distintos, como se puede ver en la foto y está sujeta por un par de rayos. Seguramente le quedaban un par de cientos de metros antes de partirse por completo y esto sirve para comprobar como mi Ángel de la Guarda es épico y legendario y hace su trabajo como un auténtico campeón. Como los planes para reemplazar la bici van retrasados, he tenido que activar el protocolo de emergencia ejecutiva, uno que diseñé hace un mes y que incluye una peligrosa operación de transplante de rueda, aprovechando que alguien ha aparcado una que parece ser compatible en nuestro campus y no está protegida por una cadena, con lo que en mi sencillo universo, es un regalo divino.

Ya he organizado mañana, con el mejor de los reparadores de bicicletas de mi empresa, o eso dice el colega, que se pone a la altura de un cirujano que hace transplantes de corazón, que mañana, a las doce de la mañana, haremos la operación, le quitaremos la rueda a la bici abandonada y se la pondremos a la mía y después devolveré al lugar en el que me encontré la otra. Cruzad los dedos porque vamos a necesitar muchísima suerte para que todo vaya como la seda.

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3 respuestas a “El fin de una rueda”

  1. Eso te iba a decir yo, que le cambiaras la rueda y en paz. Y a la «nueva», échale antióxido tío, que la rota lo tiene en cantidad, al menos eso parece en la foto 🙂
    Salud

  2. La rota lo tiene porque tranquilamente ha estado veinte años tirada en la calle. El óxido le da carácter. A un colega se le partió el volante entrando a la oficina por viejo y casi se mata. Todavía me río de él cuando se lo recuerdo.