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  • Mein Blind Date mit dem Leben

    8 de abril de 2017

    El cine alemán es relativamente popular en los Países Bajos y todos los años se estrenan varias películas de ese país. Junto con el francés, son tierras vecinas y como en la escuela ambos idiomas desde siempre han sido obligatorios, la gente no tiene problema alguno en ir a ver sus pelis al cine. Yo suelo evitar ambos grupos como la peste truscolana porque lo de escuchar un idioma que no conozco leyendo subtítulos en holandés me parece una forma de tortura excesiva. Lo realmente raro es tener en cartelera una comedia alemana, ya que en ese país parecen más obsesionados en dramas-dramotes de esos que te dejan sin un solo gramo de esperanza en el cuerpo. Aprovechando que llegó una comedia alemana que tenía buenas críticas, decidí arriesgarme y fui a ver Mein Blind Date mit dem Leben que está meridianamente claro que en español significa truscoluña no es nación y al parecer no tiene ni tendrá fecha de estreno en España.

    Un julay cegato le quiere quitar el curro a Rompetechos

    Un chamo joven se queda súbitamente casi ciego y como no quiere que la gente lo trate como a un minusválido lo oculta y se presenta a un curso para becario de hotel de lujo. Allí las pasará putas para superar la prueba sin que se enteren los del hotel y además, olerá el conejo de una pava que se la pondrá morcillona y buscará la forma de chingarla por el agujero correcto sin que ella se entere que ni la ve.

    La película tiene una idea increíble y pese a que resulta imposible de creer, funciona. El chamo, que tiene un diez por ciento de visión, es divertido y la elección del actor fue fundamental para construir esta historia que se fundamenta en nuestra fe en el actor, Kostja Ullmann, el cual borda su papel en esta historia de superación personal. La parte cómica funciona muy bien y te ríes con situaciones que para todos los que vemos son inocuas pero que en el caso de este chamo se convierten en peligrosas. Tiene momentos brillantes pero por desgracia también hay otros muy repetitivos y algunos que no llegaron a funcionar y en los que la película pierde el ritmo. Lo cómico funciona aún mejor cuando el protagonista está junto a Jacob Matschenz, otro becario que se convierte en su amigo y lo ayuda y que en muchos momentos es totalmente hilarante. Juntos hay una química brutal y funcionan con una precisión cómica increíble. Por desgracia, también querían meter la movida romanticona y son esos tramos los que no funcionan muy bien.

    No es el tipo de humor que puedan entender o apreciar los miembros del Clan de los Orcos pero sí que puede ser algo que guste a los sub-intelectuales con GafaPasta.

  • Comienza la ronda de decisiones

    7 de abril de 2017

    Al contrario que esos dos que todos sabemos y que cuando viajan prefieren enviar de antemano dos contenedores con todo lo que para ellos es básico y que quieren y deben tener, yo soy más de ir con lo puesto. En las escapadas a Gran Canaria, la única muda de ropa que llevo es la puesta y ya he dejado allí cosillas para maximizar el espacio de mi mochila y dedicarlo completamente a comida. Cuando voy de fin de semana a algún lado calculo y sopeso el contenido de la mochila concienzudamente y cualquier cosa que haga un viaje en balde, sin uso aparente, entra instantáneamente en la lista negra, la de cosas a evitar.

    El año pasado, como quedó documentado en Cruzando China camino de Manila, salí desde Holanda con ocho kilos y medio para vivir algo más de tres semanas en Asia. Este año ya estoy ocupado con los preparativos y aún no se si podré sobrevivir y viajar sin facturar. Entre las decisiones trascendentales que estoy tomando tenemos el dejar las playeras, nombre canario para las zapatillas deportivas e ir solo con las sandalias o cholas Moisés, que valen para todo. Otra decisión es llevar solo un pantalón de esos que se pueden hacer cortos o largos añadiendo o quitando pata. Siempre he llevado dos pero siendo unas vacaciones de sol y playa, puedo perfectamente salir en bañador a cenar y a nadie le parecerá extraño. Al no llevar playeras no hay necesidad de calcetines y todo ese peso que me ahorro lo desvío hacia el shorty que me compré ayer en cierta tienda deportiva con nombre de movida de mandamientos en grupos de diez. Es un traje corto de neopreno que en principio usaré cuando descienda al fondo del agua del mar. Pesa setecientos gramos así que hay que quitar cosas para mantener el equilibrio. Ya no llevo linterna (tengo teléfono), botiquín (siempre hay tiendas para comprar lo básico) y estoy considerando en reducir la cantidad de mudas de camisetas transpirables desde seis a cuatro y los calzoncillos desde seis a dos, que como dice algún amigo mío, tienen dos partes y te los puedes poner una vez del derecho y otra del revés y únicamente los uso en los días en ciudad, que son los que menos abundan en mis vacaciones. Dentro de un par de semanas comenzará un ritual que llevo practicando desde hace años. Pongo todo aquello que me llevaré en una cama y lo dejo ahí, unos días y cada vez que entro a esa habitación, veo algo que se puede desechar o algo que me estoy olvidando. El proceso requiere su tiempo pero para cuando terminas tienes más o menos la cantidad útil de cosas que hay que llevar.

    Y paso de página para volver brevemente a aquello que comentaba en Los últimos quinientos metros. El mantra de truscoluña no es nación funciona muy bien pero lo he complementado con otra estrategia. Mi rutina de correr tiene tres hitos que podemos denominar A, B y C. El punto A es el lugar desde el que comienzo a correr. Entre ese sitio y el punto B, que es una encrucijada, hay casi cuatrocientos metros. En el punto B puedo tomar dos rutas distintas para ir hacia el punto C. La tradicional son seiscientos ocho metros y cuando regresaba a casa volvía por otro camino que tiene mil doscientos treinta metros. En el punto C hago un círcuito que me trae de vuelta al mismo lugar y que en total tiene tres mil ochocientos diez metros. Resumiendo, si salgo de A y de ahí voy a B por un camino, hago el circuito de C y regreso a B por el alternativo, la distancia total es de unos seis kilómetros. En mi ruta estática, el regreso entre C y B es por el ramal largo y ahí es donde sufro porque sé que estoy cerca. Ahora alterno y hay días que hago ese camino y otros, como hoy, en el que el tramo final será el de seiscientos metros. Así, la parte subconsciente del cerebro, esa que se emperra en amargarte y obligarte a parar, va despistada y cubro mi cuota sin tanto drama. Por echarle un poquito de chispa y variedad, el circuito que empieza y acaba en C unos días lo hago en una dirección y al siguiente en la otra, con lo que mi cerebro anda despistado y no puede calcular bien los tiempos. Los cuatrocientos metros que hay entre B y A los camino al regresar para comenzar a enfriarme.

  • Chau Doc visto desde la pagoda Hang

    7 de abril de 2017
    Chau Doc visto desde la pagoda Hang

    A los pies de la mini-montaña en la que está la pagoda Hang está Chau Doc, un villorrio que es popular por estar junto a la frontera y que de no ser por eso, ni estaría en el mapa del universo por conocer. Hay unos cuántos hoteles y al menos cuando yo estuve allí, eran los peores de todos los sitios en Asia en los que he estado. En todas las habitaciones del hotel, las chinches ni se molestaban en esconderse. Es la única noche que he pasado en Asia sin dormir aterrorizado y pensando que alguno de esos bichos me picaría.

  • La cartuchera del móvil

    6 de abril de 2017

    Cuando llega la primavera y hasta que el otoño hace acto de presencia y caen las temperaturas, yo tengo un problemón del copón con el dispositivo mágico y maravilloso que va conmigo a todas partes y al que le hablo y le digo cosas bonitas y otras no tan bonitas. Desde hace un año, yo soy un firme seguidor de la regla esa que enunció una de mis amigas y que dice, las pollas y los teléfonos, cuanto más grandes, más hermosos y no concibo un universo en el que el teléfono tenga una pantalla inferior a las cinco pulgadas y media. No sé como la gente puede vivir con esos teléfonos microscópicos. Al no ser pava, no llevo un bolso o similar a todas partes y el teléfono se convierte en un problema porque es que si me lo meto en el bolsillo, se me alteran todas las marikonas viejas y no tan viejas que me cruzo y las pavas se zambombean ante el espeluznante efecto de la combinación del mega-teléfono y el PAQUETÓN de torero. El año pasado, después de pegarme dos semanas de llantos continuos cuando el teléfono me golpeaba una y otra vez ciertas partes y me hacía desear que ¡AJOLÁ tuviese un micro-pene! me fui a mi tienda China favorita en Internet y encontré unas cartucheras espectaculares que se cuelgan del cinturón, con un diseño fastuoso y que tiene hasta espacio para llevar otras cosas.

    La cartuchera del móvil

    Por unos miserables leuros me la compré y ahora, seis meses al año (o más), el teléfono se mueve conmigo en su cómodo alojamiento, sin rozamiento con esas ciertas partes y en su lugar, puede echar sus radiaciones directamente al riñón derecho, que de esos tengo dos y mientras el izquierdo aguante no hay problemas. Toda la gente coincide en que lo de la cartuchera es como de los sesenta, viejuno y se descojonan de mi cuando la ven y ellos en su lugar prefieren sudar más que las compresas de las cojas y sea la que sea la temperatura en la calle, ellos salen con chaqueta para poder llevar el teléfono. Yo, como todo el mundo sabe, una vez superamos los trece grados voy a trabajar en manga corta y con la energía generada al moverme en bicicleta me mantengo calentito, calentito. La cartuchera se ha convertido también en la residencia de un paquete de kleenex Por-si-aca y cuando hay algo que no quiero olvidar, lo pongo en uno de sus bolsillitos y en el momento en el que lo necesito está ahí, a la vera, esperando.

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