Hace año y medio que vimos por primera vez esta imagen del Edificio Dakota y hoy le damos la bienvenida al Club de las 500. Los que acuden a verlo y hacerle fotos lo hacen atraídos porque en su puerta fue asesinado John Lennon o porque aún tienen miedo cuando recuerdan la terrorífica película la semilla del diablo y éste era el edificio de esa película. En cualquier caso, está junto a Central Park y es uno de esos hitos de la ciudad de Nueva York que no deberíais perderos si visitáis la ciudad.
-
El día que fueron a buscarla
Los cementerios siempre son lugares silenciosos. Ambas entraron cogidas de la mano, respetuosas y pasearon hasta el lugar en el que se encontraba su madre. Se quedaron en silencio mirando el nicho y una de ellas acarició con delicadeza el mármol que sellaba el lugar. En la piedra estaba escrito el amor que todos le profesaron en vida y aún hoy, después de años de estar muerta. Una de ellas tenía unas flores y buscó un jarrón para ponerlas. Lo lavó, lo llenó de agua y dejó las flores junto a su madre.
Siguieron en silencio. El tiempo se deslizaba lentamente. Tras un rato se dieron la vuelta y se dirigieron hacia el complejo de edificios en el que estaba la capilla. Allí buscaron a los encargados del cementerio. En el interior olía a humedad y la imaginación de una de ellas lo asociaba con la muerte. Se imaginaba los sótanos llenos de cadáveres, todos desprendiendo ese olor que se filtraba por las paredes y llegaba hasta ellos. Estaba muy nerviosa. Le tendieron al funcionario los papeles sin decirle nada. El hombre los ojeó y buscó algo entre las hojas. Lo debió encontrar porque se quedó satisfecho.
– Está todo en regla ? les dijo ? Lo haremos en unos minutos. Esperen en la salita que está al final del pasillo y las avisaremos cuando hayamos acabado. Saben que el traslado corre de su cuenta, que nosotros no nos encargamos.
– Sí ? fue la respuesta seca y concisa de una de ellas.
– Está bien, nos vemos en unos minutos ? y las despidió indicándoles el camino con su brazo.
Se sentaron en la diminuta habitación que les habían dicho y esperaron sin hablar entre ellas. Estaban prácticamente solas, no se oía ningún ruido dentro del edificio. Desde la ventana se podía ver un árbol en el que descansaba una lechuza que miraba hacia el lugar en donde ellas se encontraban fijamente. Había una mesita con algunas revistas, todas religiosas y un montón de estampitas de San Lázaro junto a una cajita para dejar las donaciones en la que había unas cuantas monedas. Una de ellas cogió una y dejó medio euro. Se la guardó en el bolso escondiéndola en alguno de los múltiples bolsillos con cremallera que tenía. Siguieron sin hablar, sumidas en la tristeza que da el miedo a la muerte. Para ambas era un trago muy duro y si estaban allí era porque sabían que era lo que querían sus padres. Habían tenido que esperar años para hacerlo y antes de ese día tuvieron que dejar de lado las rencillas que las separaban y declarar una pequeña tregua en la guerra que mantenían desde su nacimiento.
Tras una eternidad volvieron a escuchar ruidos en el edificio. Después de un par de minutos volvió a aparecer el funcionario.
– Acompáñenme ? ordenó mientras se daba la vuelta y se dirigía al fondo del pasillo. Bajaron por unas escaleras y ambas pudieron sentir como se les erizaba el vello del cuerpo. Allí olía a productos químicos que aniquilaban cualquier otro olor. Había un montón de puertas y sobre algunas se veían unas luces rojas que estaban apagadas y que debían indicar algún tipo de trabajo. El hombre entró en una de las habitaciones y ellas se cogieron de la mano, sin darse cuenta.
Una vez dentro vieron que en el centro de la sala, sobre una mesa estaba el ataúd de su madre. Ya no lucía tan hermoso como el día del entierro pero aún así, seguía siendo imponente. Una se puso a llorar y la otra le pasó el brazo por el hombro. Los dos hombres que estaban en la sala estaban curtidos en este tema y no mostraban ninguna emoción, más bien indiferencia y el aburrimiento que da el hacer siempre lo mismo. Las dejaron gimotear unos segundos y cuando consideraron que el momento de respeto ya debía acabar se acercaron al ataúd.
– Vamos a abrirlo en su presencia. Después pondremos los restos de la fallecida en esa bolsa especial que pueden ver ahí y se los entregaremos. Ustedes tendrán que ir hasta el otro cementerio y allí procederán a abrir la tumba de su padre y poner los restos de su madre junto con los de él.
Ambas lloraban y asentían con la cabeza. Los funcionarios abrieron la tapa del ataúd y las miraron inquisitivamente para ver si querían echar un vistazo. Ninguna de ellas se movió. Parecían clavadas al suelo. Ellos empezaron a recoger y poner en la bolsa, aunque sin acercarse no podían ver en realidad lo que hacían. La tapa les bloqueaba la visión. Tardaron muy poco. Uno de ellos se asomó y les preguntó:
– ¿Qué hacemos con ésto? ? y les enseñó dos bolsas como de plástico, no muy grandes y con una forma muy peculiar.
– ¡Las tetas de mamá! ? dijo una ? ¡Yo las quiero! Póngamelas en una bolsa aparte para llevar.
– NO. Las tetas de mamá son mías ? dijo la otra.
– Ni muerta. Las tetas son mías, yo lo dije primero ? y ahí comenzó la batalla. Se lanzaron una contra la otra y en unos instantes se estaban tirando de los pelos, arreando bofetones e insultando: Puta asquerosa, son mías
– Puta tú, que eres del hospicio, que mamá te recogió ? se defendió la otra
– Zorra de mierda, te voy a sacar los ojos ? y la batalla se recrudeció.
Los hombres se lanzaron a separarlas. Habían visto peleas por joyas, relojes en incluso por unos zapatos pero nunca, nunca por dos bolsas de silicona.
-
Toa, toa, toa, métemela toa
Durante el AGP la acción no solo está en los barcos que desfilan frente a nosotros. En las calles junto al canal hay también un montón de cosas que suceden en paralelo y por ejemplo a estos dos les daba igual que más de medio millón de personas estuvieran allí aquel día. Ella solo quería ponerle la pierna encima para que no levante la cabeza y asegurarse que se la metía toa, toa, toa.
-
Huellas
Huellas en la arena. Caminando por la playa de la Garita voy dejando huellas perfectas en la arena mojada y las veo desaparecer a los pocos instantes, borradas por las olas que rompen con fuerza y desplazan un manto de agua y espuma blanca sobre la arena. Camino creando una línea imperfecta que refleja la posición de mis pies y que en ocasiones se cruza con las de otras personas que pasean. Todas nuestras huellas tienen una efímera duración y pronto son pasto del olvido.
Al hilo de estas huellas en la arena pienso en nuestras vidas y en la huella que dejamos. Al igual que sucede en la playa, la gran mayoría estamos destinados a ser borrados bien pronto, nuestra huella, el día que nos llegue la hora, comenzará a debilitarse y pronto habrá sido completamente olvidada. Nosotros, los Hombres, tomamos conciencia de nosotros mismos cuando la huella de las especies que habían dominado el planeta ya estaba casi borrada y seguro que sufriremos la misma suerte, tarde o temprano nos inmolaremos y el mismo planeta que nos dio la vida se encargará de borrar nuestras huellas, las cubrirá con las mareas del tiempo y no seremos nada más que una minúscula perturbación en su vida.
Seguía caminando cuando pensé en nuestra historia pasada, en esos hechos que han merecido un párrafo en los libros de historia. Dejaron su huella, o eso creemos porque tras tanto tiempo ni sabemos si realmente sucedieron o si fue como nos lo han contado. Mirad en la Biblia y encontraréis un montón de ejemplos. Las huellas que sobreviven son aquellas relacionadas con las guerras y las religiones. Ambas están contadas desde el lado de los vencedores, los cuales siempre tienden a manipular y exagerar sus éxitos. ¿Realmente Alejandro Magno fue tan grande? ¿Logró todo aquello que se cuenta? ¿O fue más bien un pobre apajarado como lo retrataban en la última película que se ha hecho de su vida? Su huella sigue ahí, en nuestros libros, en nuestra memoria colectiva y todos la aprendemos de pequeños en la escuela, junto con números y letras que quizás nos sirvan en algún momento de nuestra vida. No hace falta irse tan lejos en el tiempo. ¿Os acordáis de Atari? No hace más de dos décadas eran un gigante que parecía tener un futuro brillante frente a ellos. Parecían estar en gracia y ¿ahora dónde están? Su huella se ha borrado, nos queda un vago recuerdo que desaparecerá en una generación.
A lo largo de nuestras vidas son muchas las personas que pasan y dejan una huella que se borra pronto. Quizás sea la cajera del supermercado en el que compras, o esa simpática señorita que te ayudó a rellenar un formulario, o aquel hombre que llegó a tu casa cuando estaba medio inundada y en un santiamén solucionó la avería. Fueron gente muy importante en un momento muy determinado y sin embargo la huella que dejaron no ha perdurado, una marea interior la borró y pronto pasaron a formar parte de ese ovillo de anécdotas en las que mezclamos datos sin misericordia. Ahora, quizás cuando lo vuelves a contar, el fontanero resulta ser la persona que te ayudó a rellenar un formuario y aquel simpático abuelo que habló contigo durante un viaje en autobús es la persona que visualizas cuando piensas en el fontanero.
Lo efímero de nuestras propias huellas debería abrirnos los ojos y hacernos disfrutar al máximo de todo aquello que vivimos. Es más que probable que no perdure, que desaparezca al quedar cubierto por una ola, quizás de olvido, quizás de tiempo y por ello, cuánto más saques de esos instantes, cuánto más los vivas, más partido obtendrás de tus huellas, las cuales, te recuerdo, también están hechas de arena.
Sigo paseando por la playa, yendo de lado a lado y encontrándome siempre con una senda limpia y sin marcar porque mis huellas, como las de tantos otros antes que yo, también las borra el mar.