Ser un fan declarado del Keukenhof me convierte en una especie de paria social. La gente sigue sin comprender qué puedo ver en ese parque para volver todos y cada uno de los años, para visitar anualmente el mayor y más espectacular parque de tulipanes del mundo, un lugar que abre sólo dos meses cada temporada y que macera belleza en todas sus esquinas.
La elección del día es uno de los secretos mejor guardados por parte de mi amigo el Moreno, el cual me tiene en ascuas cambiando la fecha hasta que finalmente hace el anuncio y se pone en marcha la maquinaria. Este año queríamos un buen día de sol y cielos azules, algo que no se ve siempre por estas latitudes. El miércoles a las cuatro de la tarde me informó que ese día sería el jueves. Salí escopeteado para mi casa a limpiar los objetivos, recargar la batería de la cámara, preparar la memoria y tenerlo todo listo porque mi día en el Keukenhof comienza a las seis de la mañana cuando suena el despertador. Siguiendo una perfecta planificación que funcionó al milímetro llegué a Bussum Zuid a las siete y treinta y cinco de la mañana en donde me encontré con el Moreno y su suegro, el cual volvía a unirse a nosotros después de faltar a la cita el año pasado. Antes que alguno se lo pregunte he de confirmar que gasté uno de los cincuenta y un días laborables de vacaciones que tengo este año.
El viaje en coche transcurrió sin problemas y nos pasamos la salida habitual de la autopista y nos dirigimos hacia Noordwijk, un villorrio doce kilómetros al sur del Keukenhof famoso por sus campos de tulipanes. Nuestro reencuentro con esas preciosidades divinas fue en campos enormes llenos de flores, una sinfonía de color que regalamos a nuestros ojos y a nuestras cámaras.
Estuvimos cerca de una hora recorriendo campos y haciendo fotos en los mismos hasta que enfilamos hacia el parque. Al llegar por otra carretera no fuimos al aparcamiento principal sino al secundario, el cual estaba vacío. El nuestro fue el primer coche y los pillamos desprevenidos. Vimos a una empleada corriendo a abrir las taquillas. Al entrar por ese lado del parque nos lo encontramos vacío ya que todo el mundo estaba justo en el otro extremo. El Keukenhof es un lugar que a paso ligero y sin pararte se puede visitar en tres horas pero si quieres hacerlo bien toma unas cinco. Nosotros conocemos el lugar como la palma de nuestra mano, no hay rincón que no hayamos visto o fotografiado en varias ocasiones y aún así no nos cansamos.
Este año era para mí el primero con todo mi equipo fotográfico y ya había decidido que además de las fotos de siempre jugaría con los colores y los objetivos para conseguir fotos extrañas, efectos curiosos y demás. Para ello nos ayudamos de un spray para vaporizar plantas, lo cual nos permite conseguir un efecto mojado muy chulo. En el exterior no tuvimos que usarlo porque estaba recién regado y ya teníamos la humedad buscada pero sabíamos que cuando llegáramos al pabellón Willem Alexander tendríamos que echar mano del artilugio.

En la foto me podéis ver con camiseta amarilla y a mi amigo el Moreno haciendo la misma foto de unos tulipanes para poder cotejarlas más adelante y decidir quien hizo la mejor. Como veis no es sencillo hacer fotografías, hay que revolcarse, ensuciarse, retorcerse y todo eso mientras en tus manos tienes un equipo bastante caro y has de buscar ese toque original con el que quedas satisfecho. Decir que como experiencia esto es algo muy muy divertido, nosotros nos lo pasamos bomba mientras hacíamos las fotos y la gente que visitaba el parque alucinaba mirándonos y formaban corros a nuestro alrededor.
El momento de máxima exposición mediática fue dentro del pabellón. Allí cada uno eligió un tulipán, montamos el trípode, objetivos, anillos extensores, magnificadores y toda la parafernalia, vaporizamos las flores con agua y tras diez o quince minutos buscando el enfoque perfecto, el detalle adecuado, la orientación precisa que querías conseguir hacías un par de fotos. Detrás nuestro una multitud mirando en silencio y el suegro del Moreno radiando el acontecimiento en directo a toda esa gente y explicando intrincados detalles sobre lo que hacíamos. De cuando en cuando dejábamos a alguien mirar por el objetivo y se volvían hacia los demás en estado de éxtasis puro y les decían: Es precioso y todo el mundo volvía la vista hacia la flor y debía pensar que las otras cuatrocientas que había en aquel rincón eran iguales. Cuando nos movíamos una banda de japoneses se lanzaba a hacer fotos de la flor y cotorreaban entre ellos en esa lengua bárbara.
Sobre las tres y media estábamos agotados y volvimos a casa, con un sol precioso, más de veinte grados de temperatura y uno de esos días que se recuerdan.
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