Ya va siendo hora de aclarar un par de leyendas urbanas que corren por ahí sobre mi excelsa persona. Cualquiera que siga la bitácora con regularidad debería conocer al menos una de ellas pero por si acaso hoy despejaremos todas las dudas.
La primera es sobre el vino. Yo soy animal cervecero y aunque pueda parecer increíble, odio el vino. No me gusta. No lo tomo salvo en muy contadas ocasiones. En mi casa nunca hay vino y si alguna visita quiere beberlo suelo sugerir que lo traigan porque toda botella que me regalan de dicho brebaje es puesta al frente de la cola de objetos para regalar en cumpleaños y visitas y no suele pasar más de cinco días antes de que desaparezca de mi casa. Me da igual que sea un Valdepeñas, un Rioja , o de Sudáfrica, Chile, California, Francia, Lambrusco, rosado portugués o de las mismísimas Antípodas. No me gusta por dos razones fundamentales. La primera tiene que ver con el sabor del vino, el cual no me produce ninguna sensación placentera en el paladar sino más bien de asco y repulsión. Si he de tomar vino en una cena el vaso llegará casi lleno al final y durante la tertulia ya que al primer buche desisto. No soy capaz de apreciar la calidad o las bondades de un vino, todos me parecen igual de asquerosos. Y por cierto, los he llegado a beber muy buenos, según los expertos que se hacen dos cursos de unas pocas horas y ya se creen con el derecho a montar ese patético espectáculo en los restaurantes cuando piden una botella. Esos mismos beben sin escrúpulos en su casa después de abrir la botella y sin necesidad de hacer la pantomima. Esta razón ya es más que suficiente para no tomar vino pero es que hay una segunda más importante. Las resacas son de puta pena cuando tomas vino. Sientes como si te estuvieran taladrando la cabeza y no puedes hacer nada por aliviar la agonía. Es algo horroroso. No hay diferencias entre vino bueno o malo, es igual. El dolor de cabeza no me lo quita nadie. Con la cerveza no pasa lo mismo. Yo puedo llegar a cinco litros de una buena cerveza, coger una melopea de las que se recuerdan, levantarme hecho una mierda al día siguiente con el cuerpo descompuesto pero sin dolor de cabeza. Toda norma tiene su excepción y seguro que la de esta sorprenderá a algunos. Pese a la resaca, si estoy en Nuremberg o en la zona de Frankfurt no me importa emborracharme con los vinos dulces de la región, de esa zona del río Rín. Son peleones y de muy bajo precio pero están deliciosos. Por suerte no voy por esa zona del mundo a menudo. Otra excepción, si admitimos el cava como un vino, es el Anna de Codorniú, un brut que me parece delicioso. Como solo nos tomamos una botella entre dos y luego siempre nos pasamos a la cerveza hasta ahora no me ha producido resaca, pero seguro que si tuviéramos un par de botellas más e incrementamos la cantidad llegaríamos al punto del dolor de cabeza. He de decir que sí uso el vino para cocinar y compro el peor que hay en el supermercado puesto que su fin no es otro que ir directo al caldero.
La otra leyenda urbana tiene que ver con el uso del teléfono móvil o de cualquier otro dispositivo para la comunicación telefónica en tiempo real en general. Yo voy en dirección contraria a la corriente mayoritaria. Tengo un buen teléfono, tengo un buen contrato y cada vez uso menos el dichoso aparato y últimamente solo para el acceso a Internet. Creo que al final de mi contrato, en Agosto, me pasaré a prepago y así seguiré hasta el fin de los tiempos. Mientras haya acceso a la red en mi casa lo del teléfono es algo que no necesito. Hace ya casi seis meses que lo puse en modo de silencio y ahí sigue. Desactivé el buzón de voz para que no dejen mensajes y se convirtió en un aparato que sirve para hacer llamadas pero no para recibirlas. En las escasas ocasiones que no está en silencio, ignoro todas aquellas llamadas que llegan desde números desconocidos (los que no han sido convenientemente registrados en mi agenda). Al principio había cinco o seis llamadas perdidas por día pero va mejorando y ahora son dos diarias desde números desconocidos, posiblemente vendedores telefónicos dispuestos a echarme un rollo para que contrate un servicio que no me interesa o para que compre algo que no quiero. En el trabajo hablo un montón, horas cada día y básicamente yo soy también el que hago las llamadas, suelo responder a muy pocas e ignoro SIEMPRE las que no tienen identificación de número. Mi vida se ha vuelto más simple y feliz, ya no tengo que mirar el móvil o el teléfono inalámbrico de la oficina constantemente para ver si tengo una llamada perdida o similares. Quien quiere hablar conmigo puede usar el correo electrónico, que es una herramienta que permite almacenar la conversación y hacerla evolucionar de una forma elegante y más completa y en caso de ser necesario recibirá una llamada para concretar el asunto. Nadie se puede imaginar lo libre que me siento. Libre de llevar el teléfono conmigo a todos lados, de acordarme de cargarlo y de coger nervios cuando sientes que es la llamada más importante de tu vida y debes responder aunque estás conduciendo o en la cola del supermercado y todo el mundo te está mirando. Hoy recibía alguna queja porque desde el viernes pasado apagué el teléfono y aún no lo he encendido. Ni me había acordado. Ahora me toca a mí echar las miradas reprobatorias, mascullar alguna maldición gitana entre dientes y despreciar a los adictos al teléfono. Después del éxito de la primera fase fui un poco más lejos y he abandonado casi por completo mi cuenta de MSN Messenger. Volví a Yahoo en donde tengo una desde los comienzos. Hay compatibilidad entre ambos sistemas y recuerdo haber enviado invitaciones a todo el mundo para que acepten esa nueva cuenta y me puedan ver pero solo unos pocos aceptaron esas invitaciones y en muchos casos ni siquiera funciona el servicio porque solo vale entre la última versión de Yahoo Messenger y el Live de Microsoft pero parece que muchos no lo instalan y usan el programa de mensajería que trae por defecto el Windows XP, un programa muy antiguo e incapaz de aceptar la mayor parte de las nuevas funciones. Mirando el lado positivo, también he perdido la dependencia de ese sistema de comunicación y ya ni me acuerdo de activarlo (NO, no lo tengo configurado para que comience con el ordenador). Paradójicamente ahora estoy mucho mejor conectado con un pequeño círculo de personas, aquellos que forman el grupo troncal de mis amigos y si no hay noticias durante tres días enseguida comienzan a enviar correos para preguntar como estoy y de paso me cuentan cosas que de otra forma jamás sabría y yo a cambio les regalo pedazos de mi vida que jamás se verán publicados en la red.
Así que el Elegido, la Leyenda de los Países Bajos se vuelve más y más inaccesible sin que me importe en demasía.