El relato de este día comenzó en asesino de mierda por si quieres leer primero lo que sucedió antes de este momento.
Subí al tren y me coloqué al comienzo del vagón, en un asiento individual. Así no tenía nadie a mi lado y podía disfrutar del trayecto sin problemas. Un poco antes de partir se subió al tren una ciega con su perro lazarillo y un hombre que la acompañaba. El hombre colocó a la ciega frente a mí y se sentó un poco más adelante. El perro se acomodó junto a sus pies. De verdad que admiro a esos animales que hacen más llevadera la vida de esas personas, aunque por otra parte me dan un poco de pena porque les ha tocado vivir como esclavos y renunciar a muchas cosas.
La mujer debía tener unos cuarenta y cinco años, cien arriba o cien abajo. llevaba un vestido horroroso que demuestra que quien le compra la ropa le tiene una manía terrible. A su lado iba sentada una chica de esas que te hacen babear, una diosa nórdica de pechos turgentes y sonrisa embaucadora. Ella iba frente a mí. Yo la miraba arrebolado pero con la llegada de la nueva pasajera dividí mi atención entre ambas. Eran como la bella y la bestia, una en plena eclosión de encanto, preciosa como una flor recién cortada y la otra fea y siniestra, con esos ojos de ciego que miran hacia lugares misteriosos y que parecen portales a mundos oscuros. Algo me llamó la atención en su cara, algo que no debería estar allí. Tardé un poco en darme cuenta del defecto que alteraba mis insensibles sentidos. Tenía barba de tres días. No un pelillo o dos sino una barba cerrada y tupida que se debía haber afeitado por última vez un par de días antes. La barba le cubría toda la cara, como a cualquier hombre. Nunca había visto algo así en una mujer. Me fascinó hasta tal punto que no dejé de mirarla durante los veinte minutos que duró el viaje en tren. Ella por su puesto no se daba cuenta, con esas pupilas vacías. La chica que estaba a su lado también lo notó y se escoró hacia la ventana procurando poner algo de aire de por medio seguramente temiendo que se le pueda pegar el virus de la otra.
Por razones desconocidas y que únicamente mi parapsicólogo conoce me acordé de Dios y pensé en lo cabrón que es. Joder, que en el reparto de putadas le endiñe barba y ceguera a la misma tía se me antoja excesivo. Eso es algo que solo un cabrón haría, o eso o la tipa no es trigo limpio. A lo mejor después de unas cuantas reencarnaciones haciendo la puñeta finalmente la han jodido a ella, aunque abandoné esa línea argumental porque que yo recuerde de las clases de religión, los católicos no teníamos reencarnaciones, eso es más típico de las sectas asiáticas de mierda, lo nuestro es más de todos al cielo y la gentuza al infierno. Después de pensarlo unos días ahora me gusta más la idea de la guerra entre dioses y las putadas que se hacen unos a otros. Igual el dios de los morangos puteó a esta pobre porque era del bando de los cristianos o el dios/es de los hindúes se ensañó con la chica en venganza por cuatro vacas que le mató nuestro Dios. Vete tú a saber que los asuntos divinos siempre han sido muy complejos.
A medio camino apareció el revisor controlando los billetes. La chica se sacó una tarjeta del bolsillo y se la enseñó junto con su billete. Todo fue perfectamente normal salvo la cara de horror absoluto del revisor, que tenía hasta miedo de tocar aquel billete, posiblemente pensando que se le llenarán los pelos de huevos o algo por el estilo. El hombre siguió haciendo su trabajo y cuando llegó al tipo que había traído a la ciega este le comenzó a contar una historia sobre la pobre ciega que iba más atrás y que venía con ella y su billete no lo tenía él, todo un drama de culebrón venezolano. El revisor trataba de atajar aquel masque y decirle que ya había comprobado el billete. La ciega, que será fea, ciega y barbuda pero tenía un oído muy fino se volvió a sacar el billete y la tarjeta y los ondeaba locamente en el aire amenazando con arrearnos un moquetazo a mi o a la joven agraciada que iba a su lado, el resto de los pasajeros elucubrando teorías al respecto. Aquello parecía un gallinero cuando entra el macho del corral. La ciega hizo hasta un amago de levantarse para acudir hacia la fuente de la discusión, que no era tal porque el revisor ya había comprobado el billete, solo que aquel pollaboba parecía incapaz de comprender este concepto y seguía insistiendo sobre su acompañante. El revisor terminó por ignorarlo y continuar su camino sin hacerle ni puto caso.
Tras este ameno viaje llegamos a mi estación de destino que era en una ciudad llamada Den Bosch.