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  • Metrosexual

    29 de noviembre de 2005

    Estás sentado en un local de copas, envuelto en esa emponzoñada capa de humo con la que los fumadores nos bendicen, esnifando ese olor maldito que se adherirá a tu ropa y la volverá inservible, que se pegará incluso a tu alma. Es una noche cualquiera de un fin de semana en Valencia. El local está ambientado con gran culto por el detalle, con carteles luminosos en las paredes que anuncian grupos famosos y otros desconocidos. Las paredes están pintadas en uno de esos colores que no podemos nombrar y mucho menos definir, una mezcla de todos que por alguna razón no produce el negro que en teoría debería ser el resultado esperado.

    Bebemos cerveza alemana al ritmo de sones tribales, música con un volumen lo suficientemente alto para que te obligue a gritar si quieres ser oído, lo cual siempre es bueno porque ejercitas las cuerdas vocales y además siempre puedes hacerte el sordo ante las cosas que no quieres responder. La conversación discurre por los canales habituales, esos meandros que tan pronto son transcendentes como vulgares, saltando del coño de aquella a la fascinación y el éxtasis que nos puede exaltar al escuchar sonidos creados por alguien a quien idolatramos. Juntamos nuestras almas en esos rituales de manada que afianzan nuestros lazos con la especie y nos unen a ese todo que no sabemos definir pero que llamamos humanidad.

    Estamos allí, en comunión con la especie cuando de algún lugar situado al otro lado del local lo vemos venir. No es ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, pero exhuma algo anómalo que nos vuelve suspicaces desde el primer instante. Sus andares de geisha patosa lo delatan, esos movimientos de ánsar borracho fruto de mover los pies sin levantarlos del suelo, avanzando como cualquier muñeca de Famosa camino del portal. Acompaña dichos meneos con el agitamiento de las manos, un meneo alocado y similar al que hacía la gente al bailar en los felices veinte, aquella época dorada que sucedió el siglo pasado y de la que tanto se ha hablado en cine y que sin conocer añoramos.

    Dejas de prestarle atención cuando una de esas hembras de rompe y rasga entra en el local, una de esas mujeres que son guapas hasta con el uniforme de cajeras de hipermercado, una chica que además lo sabe y que folla con quien quiere y cuando quiere, aunque al final se dejará llevar por la tontería y acabará con cualquier bruto descendiente del cerdo que le amargará los días y le destrozará la belleza a golpe de disgusto. Estas mujeres son estrellas fugaces, tienen una belleza efímera que además las ciega y las hace creer que conquistarán el mundo. Por desgracia, su autosuficiencia y su fe en que nada les puede ir mal las llevará por mal camino y acabarán con esos hombres, esas bestias que se cruzan en sus vidas y que nadie sabe muy bien por qué eligen. Son las ironías de la vida. Ellas lo podrían tener todo si quisieran y terminarán en el desguace de la sociedad como resultado de su propio destino, que está desde el principio torcido.

    Cuando su instante de gloria ha pasado retomamos la conversación donde la dejamos y al rato vuelve a pasar aquel que lleva andares tan raros. Esta vez me fijo en sus zapatos, deportivos y de último modelo, planos y con descarados colores. Los arrastra cansinamente en su extraño caminar. Su pantalón es de diseño, roto en lugares casuales e imposibles, perfecto en color y forma y descuidadamente colocado para que parezca que se está cayendo aunque nunca alcanza a tocar el suelo. Esos pantalones llevan mucha tecnología encima y duran una temporada, el tiempo en el que pasan de ser fantásticos a vulgares, porque la moda es cruel y no permite que las ropas crucen el umbral de las temporadas. Es la maldición consumista de nuestro tiempo. En la antigüedad uno podía estar con los mismos harapos media vida y ahora nos vemos impelidos a renegar de ellos tras unos meses, a saltar al ruedo del consumo y equiparnos una y otra vez con prendas que usaremos unas pocas veces. Modas tan extrañas que nos fuerzan a comprarnos cosas de marca y a tapar después esta con chapas para no sentirnos avergonzados mientras justificamos con nuestros colegas que en realidad hemos comprado esa ropa porque es de mejor calidad y nos gusta más su diseño. Esto lo decimos mirando hacia la chapa que cubre el cocodrilo del jersey de nuestro interlocutor, chapa que lanza su proclama inconformista y exótica al espacio: yo te saludo, María.

    El chaval no lleva cinto, accesorio totalmente fuera del circuito fashion actual y condenado a ser usado por viejos y descastados como un servidor, que le siguen viendo utilidad. La ausencia de este complemento cuya misión es la de sujetar el pantalón en su sitio se nota en la caidita del mismo, en ese ombligo al aire que parece la puerta por la que podemos entrar a otra galaxia.

    En sus manos carga unas copas de colores extraños, líquidos de diseño cuya existencia es tan fugaz como la de la ropa y que reciben nombres distintos en cada ciudad. En su cara muestra el esplendor máximo del metrosexualismo, una cuidada barba recortada al milímetro y teñida de pelirrojo, barba exactamente del mismo tamaño que el pelo que puebla su testa, el cual tiene el mismo tono de color. Su apariencia es la de un pervertido monje medieval que ha caído en los brazos del maligno. Sus ojos ligeramente pintados y sus impecables manos lo sitúan en la órbita de esos que han forjado el legendario grupo de los metrosexuales. Sin embargo, su camiseta de diseño lo expulsa de entre esa elite. Cayendo desde sus hombros con un descuidado toque perfeccionista, pasea con orgullo una leyenda que dice: Yo la chupo. Está escrito en cristiano y en alemán, o al menos eso deduzco al asimilar el mensaje en mi idioma. Es por esa camiseta que podemos gritar al cielo algo que ya nos temíamos desde el principio:
    Metrosexual NO, julandrón de mierda.

  • Camino de Sudáfrica

    29 de noviembre de 2005

    Al final ha tenido que pasar. Cuando leáis estas líneas yo estaré cruzando los cielos de Europa y África. Los próximos días los pasaré en algún remoto lugar de Sudáfrica trabajando, un sitio llamado Richard’s Bay situado en el medio de la nada. Espero tener oportunidad de hacer millones de fotos y disfrutar por allá abajo.

    Como afro-europeo que soy, es para mí un honor y un privilegio el pisar el continente que tan cerca está de donde nací. Os he dejado escrito varías cosillas y si es posible continuaré escribiendo desde allí, así que no tenéis que preocupaos.

    No seáis malos y portaos bien.

  • Putas sucias y rastreras

    28 de noviembre de 2005

    Heme aquí de nuevo en la difícil tesitura en que me pone mi proverbial capacidad de observación y mi locuacidad más propia de un pescadero. Desde ya aviso que todo lo que aquí se especula ha sido verificado siguiendo rigurosos métodos científicos y como cualquier trabajo de campo que se precie, está sujeto a errores fruto de la muestra en la que se basa. Aquellos o aquellas que se sientan aludidos pueden contener su ira y reservarla para mejores empresas ya que esta batalla la tenéis perdida de antemano. No soy yo quien se deja convencer por verdades ajenas y renuncia a la propia. El tiempo y la mala leche me han moldeado así y ahora es muy difícil el poder cambiar algo tan básico.

    Tras el título de esta anotación, Putas sucias y rastreras, el cual quiero repetir en este momento para que nos quede claro que no estamos hablando de asuntos críticos para la seguridad nacional, se enmascara una raza de mujeres de dudosa virtud y aún menor caridad. Estamos hablando de una especie que no sólo no está en peligro de extinción sino que se expande peligrosamente y contamina todo lo que toca, provocando la ira y el rencor de aquellos ciudadanos comunes que como yo sólo aspiramos a una vida simple y sin problemas en la que todo suceda como estaba previsto.

    La primera vez que en el cáliz de mi espíritu se condensó este pensamiento fue en una parada de guagua (o autobús para aquellos que desconocen esta palabra). Estaba yo esperando que llegara el transporte púbico y había otras personas en la parada. La última en llegar fue una maruja de patio de verduleras. Una holandesa de esas de pelo rubio pajoso con una ralla negra pintada alrededor de los ojos para asustar al prójimo y con un hocico de malaje que me obligaba a cantarle aquello de mala, mala, mala eres mientras palmeaba y las otras personas que estaban en la parada me hacían los coros. La tal señora, si es que le podemos otorgar dicho calificativo se colocó al final de la cola y cuando apareció en el horizonte la guagua se adelantó a codazos rompiendo la fila y apoderándose de la primera posición. Los hombres que allí estábamos y la señora que esperaba pacientemente sentada le echamos una mirada reprobatoria que por supuesto se la trajo bien al fresco, resbalando por su asquerosa jeta. Cuando se abrió la puerta y pudimos acceder al vehículo, ateridos como estábamos ya que aquí arriba el rigor invernal no es algo teórico sino que ha sido fehacientemente probado y sufrido, la interdicta entró y entonces comenzó la segunda fase de la maldita y asquerosa actitud que la ha hecho merecedora del calificativo de hoy. Todo el mundo en la parada tenía su bono preparado o en su defecto llevaba el dinero en la mano, todo el mundo menos ella. Al entrar se detuvo frente al conductor, se quitó los guantes, tranquila y cuidadosamente abrió su bolso y comenzó a rebuscar entre toda la mierda que llevaba su monedero. Nosotros mientras tanto esperábamos fuera sujetos a las inclemencias del tiempo e impotentes ante tamaña desfachatez. Al encontrar el lugar en el que guardaba sus monedas, ese putrefacto dinero con el que espero la entierren, lo sacó y comenzó a juntar unidades de uno, dos y cinco céntimos para completar el euro y sesenta céntimos que le costaba el billete. Fue una operación infinitamente larga y que agotó la paciencia de todos. La hija de puta es que no sabía ni contar. Seguía acumulando monedas y cuando ya estábamos cerca del final se le acabaron, a falta de unos escasos tres céntimos. La maldije al compás de mis compañeros de batalla, maldita seas una y mil veces, maldita seas entre todas las mujeres pero a ella no le importó ya que vive por este tipo de momentos y sabía desde el comienzo que no tendría suficiente. Se guardó las putas monedas y volvió a comenzar a contar, esta vez utilizando monedas de diez, veinte y cincuenta céntimos. El conductor reflejaba en el iris de sus ojos el odio y el asco que todos sentíamos por ella en aquel momento. Por intentar, incluso trató de entablar conversación con el hombre para alargar su momento de triunfo, aunque este no se dejó embaucar y la despachó para el interior. Toda su operación tomó un par de minutos. El resto cedimos el paso a la señora y entramos en unos segundos.

    Leyendo el párrafo anterior tendríais que haber adquirido una buena idea del tipo de hembras que reciben dicho título. Os las podéis encontrar en cualquier lado, en la cola del supermercado, en tiendas o al ir a comprar un billete de tren en una máquina. Siempre se comportan de la misma forma y siempre lo hacen con plena consciencia, ya que su acto de maldad no es aleatorio ni gratuito sino de esos que fuerzan a confesar el pecado y son punitivos, penitencia que en su caso no sería otra que la de reventarse el cabezón a hostias contra un muro de hormigón.

    Además de existir como entes aislados, las putas sucias y rastreras actúan en manadas. El día que me crucé con la que ha motivado esta anotación subieron un grupo a la guagua, una en cada parada, porque se comunican entre ellas y se sincronizan para maximizar el daño y su particular gozo. Cada una de las que se subía lo hacía siempre en primer lugar y en todas las ocasiones jodía a los que esperaban fuera y a los que esperaban dentro retardando a postas algo tan sencillo como puede ser el usar un transporte público. Huelga decir que ha sido el viaje más largo de los que he hecho hasta ahora y también el que más me ha encabronado. Ellas se reían a carcajadas y parloteaban planeando su siguiente movimiento cuando llegaran al centro de la ciudad porque tenían claro que aquel día iban a joder al prójimo.

    No puedo estimar cuantas de estas malas bestias existen entre la población pero considero que son más de las que deberíamos tolerar. No existen mecanismos de defensa ante estos bichos, salvo la paciencia y el mal de ojo, que no funciona tan bien como a uno le gustaría. Tampoco he visto (aún) la versión masculina de estos seres, pero seguro que los hay.

    Así que quiero advertirlos contra ellas y quiero que quede constancia en este anodino diario que os he visto y os he reconocido y sé muy bien lo que hacéis. Y sabed que recordaré vuestras caras y os acusaré ante el altísimo y pagaréis por todo lo que habéis hecho. Y rezaré para que vuestra maldita estirpe se agote en su propia saña y acabe revolcándose en los fangos de la ignominia. He dicho.

    Puedes leer más anotaciones relacionadas con este tema en hembrario

    Technorati Tags: desvaríos

  • Ancla

    28 de noviembre de 2005
    Ancla

    Ancla, originally uploaded by sulaco_rm.

    Uno necesita puntos fijos para tener cierta estabilidad. La foto de hoy es de un ancla. Al igual que nosotros, los barcos tampoco se pueden mantener estables por sí mismos y buscan la ayuda de agentes externos. Para ello está el ancla. Este ancla es de alguno de los cientos de barcos que visitaron Ámsterdam durante el Sail 2005.

    Hay más información sobre Holanda en la anotación Guía para el turismo en Amsterdam y Holanda y también puedes ver el Álbum de fotos del Ámsterdam Sail 2005 o el Álbum de fotos de Amsterdam

    Technorati Tags: Amsterdam, viajes

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