Heme aquí de nuevo en la difícil tesitura en que me pone mi proverbial capacidad de observación y mi locuacidad más propia de un pescadero. Desde ya aviso que todo lo que aquí se especula ha sido verificado siguiendo rigurosos métodos científicos y como cualquier trabajo de campo que se precie, está sujeto a errores fruto de la muestra en la que se basa. Aquellos o aquellas que se sientan aludidos pueden contener su ira y reservarla para mejores empresas ya que esta batalla la tenéis perdida de antemano. No soy yo quien se deja convencer por verdades ajenas y renuncia a la propia. El tiempo y la mala leche me han moldeado así y ahora es muy difícil el poder cambiar algo tan básico.
Tras el título de esta anotación, Putas sucias y rastreras, el cual quiero repetir en este momento para que nos quede claro que no estamos hablando de asuntos críticos para la seguridad nacional, se enmascara una raza de mujeres de dudosa virtud y aún menor caridad. Estamos hablando de una especie que no sólo no está en peligro de extinción sino que se expande peligrosamente y contamina todo lo que toca, provocando la ira y el rencor de aquellos ciudadanos comunes que como yo sólo aspiramos a una vida simple y sin problemas en la que todo suceda como estaba previsto.
La primera vez que en el cáliz de mi espíritu se condensó este pensamiento fue en una parada de guagua (o autobús para aquellos que desconocen esta palabra). Estaba yo esperando que llegara el transporte púbico y había otras personas en la parada. La última en llegar fue una maruja de patio de verduleras. Una holandesa de esas de pelo rubio pajoso con una ralla negra pintada alrededor de los ojos para asustar al prójimo y con un hocico de malaje que me obligaba a cantarle aquello de mala, mala, mala eres mientras palmeaba y las otras personas que estaban en la parada me hacían los coros. La tal señora, si es que le podemos otorgar dicho calificativo se colocó al final de la cola y cuando apareció en el horizonte la guagua se adelantó a codazos rompiendo la fila y apoderándose de la primera posición. Los hombres que allí estábamos y la señora que esperaba pacientemente sentada le echamos una mirada reprobatoria que por supuesto se la trajo bien al fresco, resbalando por su asquerosa jeta. Cuando se abrió la puerta y pudimos acceder al vehículo, ateridos como estábamos ya que aquí arriba el rigor invernal no es algo teórico sino que ha sido fehacientemente probado y sufrido, la interdicta entró y entonces comenzó la segunda fase de la maldita y asquerosa actitud que la ha hecho merecedora del calificativo de hoy. Todo el mundo en la parada tenía su bono preparado o en su defecto llevaba el dinero en la mano, todo el mundo menos ella. Al entrar se detuvo frente al conductor, se quitó los guantes, tranquila y cuidadosamente abrió su bolso y comenzó a rebuscar entre toda la mierda que llevaba su monedero. Nosotros mientras tanto esperábamos fuera sujetos a las inclemencias del tiempo e impotentes ante tamaña desfachatez. Al encontrar el lugar en el que guardaba sus monedas, ese putrefacto dinero con el que espero la entierren, lo sacó y comenzó a juntar unidades de uno, dos y cinco céntimos para completar el euro y sesenta céntimos que le costaba el billete. Fue una operación infinitamente larga y que agotó la paciencia de todos. La hija de puta es que no sabía ni contar. Seguía acumulando monedas y cuando ya estábamos cerca del final se le acabaron, a falta de unos escasos tres céntimos. La maldije al compás de mis compañeros de batalla, maldita seas una y mil veces, maldita seas entre todas las mujeres pero a ella no le importó ya que vive por este tipo de momentos y sabía desde el comienzo que no tendría suficiente. Se guardó las putas monedas y volvió a comenzar a contar, esta vez utilizando monedas de diez, veinte y cincuenta céntimos. El conductor reflejaba en el iris de sus ojos el odio y el asco que todos sentíamos por ella en aquel momento. Por intentar, incluso trató de entablar conversación con el hombre para alargar su momento de triunfo, aunque este no se dejó embaucar y la despachó para el interior. Toda su operación tomó un par de minutos. El resto cedimos el paso a la señora y entramos en unos segundos.
Leyendo el párrafo anterior tendríais que haber adquirido una buena idea del tipo de hembras que reciben dicho título. Os las podéis encontrar en cualquier lado, en la cola del supermercado, en tiendas o al ir a comprar un billete de tren en una máquina. Siempre se comportan de la misma forma y siempre lo hacen con plena consciencia, ya que su acto de maldad no es aleatorio ni gratuito sino de esos que fuerzan a confesar el pecado y son punitivos, penitencia que en su caso no sería otra que la de reventarse el cabezón a hostias contra un muro de hormigón.
Además de existir como entes aislados, las putas sucias y rastreras actúan en manadas. El día que me crucé con la que ha motivado esta anotación subieron un grupo a la guagua, una en cada parada, porque se comunican entre ellas y se sincronizan para maximizar el daño y su particular gozo. Cada una de las que se subía lo hacía siempre en primer lugar y en todas las ocasiones jodía a los que esperaban fuera y a los que esperaban dentro retardando a postas algo tan sencillo como puede ser el usar un transporte público. Huelga decir que ha sido el viaje más largo de los que he hecho hasta ahora y también el que más me ha encabronado. Ellas se reían a carcajadas y parloteaban planeando su siguiente movimiento cuando llegaran al centro de la ciudad porque tenían claro que aquel día iban a joder al prójimo.
No puedo estimar cuantas de estas malas bestias existen entre la población pero considero que son más de las que deberíamos tolerar. No existen mecanismos de defensa ante estos bichos, salvo la paciencia y el mal de ojo, que no funciona tan bien como a uno le gustaría. Tampoco he visto (aún) la versión masculina de estos seres, pero seguro que los hay.
Así que quiero advertirlos contra ellas y quiero que quede constancia en este anodino diario que os he visto y os he reconocido y sé muy bien lo que hacéis. Y sabed que recordaré vuestras caras y os acusaré ante el altísimo y pagaréis por todo lo que habéis hecho. Y rezaré para que vuestra maldita estirpe se agote en su propia saña y acabe revolcándose en los fangos de la ignominia. He dicho.
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