A la hora del almuerzo en lugar del paseo habitual el colega con el que camino me dice que lo acompañe a buscar a su hija a la guardería y a llevarla a casa y así de paso me enseña las paredes de su casa porque me la van a pintar de la misma manera, algo que solo puedo describir como una especie de gotelé de un milímetro de espesor.
Salimos de la oficina y nos vamos en coche al punto de recogida de la unidad infantil. Por el camino vamos hablando sobre como salvar el mundo, la empresa y demás y de como las alemanas son más arretrancos que las gallinas, sobre todo comparadas con las puras y castas bellezas neerlandesas y sus profundas concepciones morales. El mismo tema lo hablo con mis amigos alemanes y entonces son las holandesas las pellejas y las alemanas las castas y puras. Estoy convencido que ellos ven a las españolas como unas putas de cuidado. Es algo universal. Siempre miramos fuera de casa y lo nuestro ni tocarlo ni mentarlo.
Llegamos al colegio y por despiste me he dejado mi chaquetón en la oficina, así que estamos con ocho grados de temperatura y Yo de puro macho canario con un polito de Springfield de esos de dos por treinta euros. Todo el mundo está abrigado desde la pipa del coño hasta la coronilla, con una profusión de abrigos, bufandas, guantes y demás y Yo de lolailo en camiseta, causando admiración entre todas las madres, porque también somos las únicas unidades masculinas que han venido a la puerta del colegio, lo cual demuestra que la igualdad de sexos es una puta mentira y que al final la madre apechuga con el trabajo de sacar adelante a los niños mientras el marido saca tripa junto a la máquina de café de su oficina.
Las holandesas estaban fascinadas conmigo, cuchicheando entre ellas porque iba en camiseta con este frío y encima con un morenito de lujo. Yo metí tripa y picaba ojos, que uno nunca sabe si hay viciosillas a la vista y lo de madres con hijos mola mazo a estas alturas. Estamos en aquel corral, rodeados por todas esas gallinas cuando se abren las puertas del colegio y se escucha un rumor que va ganando intensidad hasta que salen en tromba unos treinta niños de cuatro años. Los chiquillos corren hacia sus madres y hacia el único padre presente. Yo me quedo mirando algo distante y de repente constato un hecho que me golpea demoledoramente: todos los niños son rubios. No hay cabezones de pelo castaño o negro, solo tez pálida y pelo rubio por doquier. Es como en cualquier pesadilla del gran maestro Stephen King, todos repugnantemente rubios, todos iguales.
Mi amigo viene con su hija a la que me presenta como el señor que vino de África, algo que técnicamente es cierto ya que pese a los intentos de los diferentes gobiernos españoles al poner el archipiélago bajo las Baleares, seguimos ubicados físicamente a pocos kilómetros del continente africano. La niña me mira con curiosidad porque no soy rubio y porque obviamente, soy infinitamente más guapo que cualquier otra persona que haya podido conocer en toda su vida. Nos vamos al coche a paso ligero, aunque yo me niego a reconocer que estoy muerto de frío y que tengo los huevos del tamaño de maníes.
En el coche la chiquilla me interroga y me enseña sus cachivaches. Ya en su casa nos mira a su padre y a mí mirar las paredes y admirar algo, aunque no sabe muy bien qué. Ella solo ve muros pintados y nosotros venga a tocar la textura y admirar los colores. La niña además está confundida porque no consigue comprender lo que dice su padre, al que le debe haber dado un jamacullo y no vocaliza con la fluidez habitual. Para ella es algo nuevo que su padre hable en otro idioma, así que el hombre le tiene que explicar que nosotros los africanos venimos de otro universo en el que las palabras se dicen del revés y con otra música, una forma de comunicación llamada inglés. Ella nos mira sin terminar de comprender y sigue haciendo preguntas que en ocasiones no comprendo y que su padre me traduce, momento en el que ella no comprende.
Después de media hora de diálogo entre especies de distintos continentes aparece la madre y nos vamos. La chiquilla se terminó de rebotar cuando la madre también comenzó a hablar ese extraño idioma y decidió que algo malo estaba sucediendo en su casa y que lo mejor era escaparse a la planta alta hasta que se recuperaran sus padres.
Nosotros volvimos a la oficina a seguir trabajando.