Toda mi vida salvo en los años que he pasado en Holanda se escuchaba el ruido del mar desde mi habitación. En las tres casas que he vivido en Gran Canaria el mar estaba cerca, presente, y además de olerlo por la noche su ruido de fondo era el que me ayudaba a coger el sueño. Ahora cuando vengo de visita a Gran Canaria me duermo casi al instante, es como si mi cuerpo recuperara esa banda sonora que me falta allá y celebrara su regreso.
En los Países Bajos, en mi casa, hay una asombrosa falta de ruidos. La casa está tan bien aislada que raramente escuchas nada que provenga de fuera y solo de cuando en cuando en el verano, al dormir con la ventana abierta me da la impresión de oír algún tren carguero que pasa durante la madrugada y ni siquiera estoy seguro que sea real, ya que las vías están a casi un kilómetro y es un ruido muy lejano. En el invierno no hay sonidos extraños, sólo la oscuridad más absoluta y el vacío de la ausencia de ruidos. Si se interrumpe esta paz, posiblemente sea el rumor del agua al correr por las tuberías de la calefacción y esto tampoco pasa a menudo porque a la medianoche se apaga y a menos que la casa se enfríe por debajo de cierto umbral, no arrancará hasta diez minutos antes de despertarme.
Me gusta ese silencio tan poderoso, saber que no hay ruidos de coches, motos de escape libre, gente gritando por la calle y demás. En los años que viví en Hilversum, en pleno centro de la ciudad y en una de las calles de bares de copas, los viernes y sábados por la noche eran una sinfonía de sonidos extraños que cruzaban limpiamente a través de las paredes de madera de la vieja casa en la que vivía. A veces eran conversaciones a gritos entre borrachos, otras alguna moto, pitas de vehículos, peleas de novios y de cuando en cuando las sirenas de la policía o los bomberos. No tengo grandes problemas para dormir y una vez me acostumbro a los ruidos, mi cerebro es capaz de aislarlos y ni me entero pero sigo prefiriendo el ruido del mar al romper contra las rocas, esa serenata suave en ocasiones y brava en otras que parece no tener fin y que no tiene dos movimientos iguales.
La contaminación acústica ha pasado a formar parte de nuestras vidas. He estado en multitud de sitios y en todos hay sonidos distintos que la gente ya ni siquiera nota. En Nueva York era la continua presencia de las sirenas de los bomberos. No sé como se las apañan pero cada poco tiempo hay un coche de ellos en la calle haciendo ruido a destajo. En Washington era la cercanía del aeropuerto Washington National y su constante flujo de aviones. En Nueva Orleans el tranvía que pasaba por Charles St. y que parecía rodar dentro de la habitación. En Sudáfrica no era contaminación acústica, era un exceso de naturaleza, con miles de animales gritando tan pronto salía el sol y en el desierto de Omán, en Sur, allí también se escuchaba el mar y un viento insidioso que parecía no parar. En Lanzarote la banda sonora estaba compuesta por viento y más viento y en Madrid o Barcelona escuchaba el tráfico incesante por esas autopistas en que se han convertido las avenidas de las grandes ciudades. En todos los sitios hay algún tipo de ruido y salvo en contadas ocasiones, es nuestra sociedad la que los produce. Allí a donde voy, al acostarme presto atención a los ruidos del lugar, procuro identificarlos y reconocerlos para dormirme tranquilo. Es algo que quizás uno hace inconscientemente pero que a mí me gusta paladear, separar los unos de los otros y una vez ha terminado mi inventario, me duermo sin más problemas.
La banda sonora de la naturaleza parece crear música, ya sea con los pájaros cantando, con las olas del mar, con el viento silbando o con las hojas de un gran árbol rozándose entre ellas. No es así con los ruidos producidos por el hombre. Son rudos, repetitivos, violentos y adolecen de gracia alguna. Aún así tenemos que convivir con ellos.
Una respuesta a “Ruidos”
Hacía tiempo que no te leía y poniéndome al día he encontrado esta entrada. A mí también me resulta curiosa la cantidad de ruidos de los que vivimos rodeados, de los que no nos damos cuenta hasta que estamos en un lugar en el que no hay. Tengo una casa en un pueblo minúsculo de la sierra donde normalmente no se oye más que a los pájaros y sólo estar allí es una verdadera terapia. Me relaja de forma increíble y desde que voy no he vuelto a tener gastritis y mis permanentes contracturas de espalda han mejorado muchísimo. Ya sé que parece que no tiene relación, pero estoy convencida que el stress empeoraba ambas cosas.