Desde África a la primavera nórdica


Mi regreso de las vacaciones navideñas sucedió el día treinta de diciembre, la primera vez desde que emigré que regresaba al norte tan pronto, aunque no la primera vez que salía de Gran Canaria antes de fin de año, que ya en el 2012 pasé el fin de año en Málaga camino de los Países Bajos. Mi regreso comenzó bien temprano porque mi vuelo era a las diez y media de la mañana. De alguna manera, he desarrollado un decimoséptimo sentido que me hace saber, con una precisión de más/menos ciento ochenta y un gramos, el peso de mi maleta y en un punto determinado, dejo de comprar porque ya tengo los kilos de equipaje que he pagado, que en este caso eran veinticinco. Al llegar al aeropuerto y pesar la maleta, pesaba veinticinco kilos exactamente, más los diez del bolso de mano, que eran más de la mitad que mi peso, que al contrario que los mórbidos que comentan, yo soy norésico-bulímico-del-coño y estoy actualmente alrededor de los sesenta y dos kilos.

Cuando facturaba sucedió algo raro. La pareja que iba por delante de mí eran dos pejigueras de esos insufribles que habría que desplazar a Corea del Norte para que desaparezcan. La mujer, antes de facturar, dijo que iba a sacar los pasaportes del bolso y los escondió tan bien en el susodicho que para cuando le llegó su turno, tardó como dos minutos en encontrarlos y después traumatizó de tal manera a la trabajadora, que cuando se fueron y me tocó el turno, se dio cuenta que había mandado su maleta hacia el sistema de reparto sin ponerle la etiqueta. Me dijo que la pegaría a mi maleta y avisaría para que arreglaran el fallo pero yo le dije que yo jamás hablaría y la delataría y si se quiere quedar con las bragas marcadas con lamparones de la vieja y los gallumbos del viejo, que me parecía bien y jamás saldría nada de mi boca, que aquí estoy escribiendo y por consiguiente, no mentí.

Tras facturar pasé el descontrol de seguridad, encontré las legendarias botellas de agua de un leuro y después me fui al vurguer quin a tomarme un capuchino, que allí valen tres veces menos que en los otros bares del aeropuerto y la máquina de café y el sabor es el mismo. Cuando llegó la hora del embarque, yo ya estaba pegado a la puerta y fui de los primerísimos en entrar al avión, coloqué mi bolso en el compartimiento superior y me apalanqué en mi rincón. Noté que teníamos tiempo del sur y eso me jodió mi elección de asiento, que había sido hecha pensando que despegaríamos hacia el norte. Entramos todos rapidito, cerraron la puerta y estábamos ya en pista cinco minutos antes de la hora del despegue. El piloto nos dijo que tardaríamos solo cuatro horitas porque teníamos el viento de la colita y que si el Elegido hacía un esfuerzo y se pedorreaba, que hasta podíamos coger más velocidad. Después del despegue, hizo un giro de ciento ochenta, quizás ciento setenta y nueve grados y pa’l norte. Pasamos entre Galicia y Asturias, según el piloto, que yo estaba por el lado de Galicia y no vi nada de Asturias. Después llegaron las nubes y cuando estábamos cerca del aeropuerto de Ámsterdam, nos dijo que nos asignaron la mierda de la Polderbaan y que tanto adelanto para nada, que aterrizábamos en el recarajo y desde allí son veinte minutos por carretera con el avión hasta el aeropuerto.

Cuando por fin aparcó, tardaron quince minutos en venir a conectar la puerta con el chisme ese que parece un gusano con ruedas, que es la nueva normalidad en el aeropuerto de Schiphol, ahora todo es con grandes o quizás gigantescos retrasos. Cuando por fin conseguimos salir, fui a la cinta que nos asignaron y allí esperamos otra media hora o cuarenta y cinco minutos hasta que comenzaron a salir las maletas. Al ver la mía, la trinqué y arrastrando mis treinta y cinco kilos de comida, fui al vestíbulo del aeropuerto, en donde está la estación de tren, bajé al andén de los que van a Utrecht y pillé el primer tren en ese sentido. Como iba cargado como una mula y era un tren de dos plantas, me quedé en la zona de entrada/salida para no subir o bajar escaleras. Al llegar a Utrecht, fui a la parada de guaguas y pillé la que me llevaba a mi keli, sobre las seis de la tarde, que iba más petada que la cola del paro, quizás porque lloviznaba sin parar. Al llegar a mi keli, encendí la calefacción y aprovechando una tregua de treinta minutos de la lluvia, fui en bici al super a comprar algunas cosillas básicas. Llegué con catorce grados de temperatura por la noche, que por si alguno no se cree lo del cambio climático, el último día del año 2022 fue el día más caluroso de diciembre en la historia del universo conocido y por conocer, que ese día llegamos a los quince grados. Lo primero que hice al llegar a mi keli fue mirar la cartelera del cine y reservar entrada para el día siguiente, el último día del año.

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2 respuestas a “Desde África a la primavera nórdica”