Por fin llegamos al último día del castigo divino con los dos amarillos del país del sol caguiente y también mi último día de oficina antes de comenzar a trabajar remotamente, ya fuera desde mi keli en los Países Bajos como desde Gran Canaria. Tenía los dos bossche bollen que compré del día anterior, que son más grandes que pelotas de tenis, están llenos de una nata montada maciza, no la mielda esa que tanto se usa en España y que viene en botes con algún tipo de gas, no, esta es de la buena, es pesada, es densa y en las cantidades que tiene cada dulce, combinadas con el chocolate del bollo y el gigantesco bollo, es el equivalente de una comida entera para quince muertos de hambre. Llegué a la oficina antes que mi jefe y los amarillos y cuando estos aparecieron, les regalé los bollos, indicándole que era una necesidad imperiosa y urgente que se los coman de un tirón, les puse dos platos, un bollo a cada uno y les deseé suerte. Para cuando llegaron al final, lloraban a moco tendido y ya habían perdido parte de la inconsciencia y no sabían si estaban en el purgatorio o en el infierno o quizás en un sitio peor, en ese que se conoce como truscoluña, que no es nación. Mi jefe llegó muy tarde, ya no podía detener el acto y sabía que tenía como mucho treinta minutos, quizás menos, hasta que esas bombas estallaran en los tripotes de esa chusma y les provocaran el coma y hasta el punto y coma.
En la primera reunión la amarilla intentó volver a repetir su estúpida presentación pero el cuerpo se le iba para otros mundos y no fue capaz y el otro, directamente, cerraba los ojos y rezaba a algún dios que debía ser sordo y no lo escuchaba. Ahí fue cuando empezamos a darles palo tras palo, indicándole las cosas que estaban mal y como la culpa era siempre suya, suya y únicamente suya. Por la sala de reuniones aparecía y desaparecía gente, la organizamos como una sesión continua y cuando ellos parpadeaba o salían brevemente del coma inducido, veían gente nueva sentada en el lugar y recibían más y más palos.
A las doce menos cuarto paro las reuniones y le digo a mi jefe que es imperativo, subjuntivo y hasta condicional que vayan pero que ya mismo a la cantina a comer porque ese día, justo ese día, teníamos uitsmijter, la cima de la cocina neerlandesa, un plato que los locales sólo se atreven a comer como desayuno de resaca porque es una o dos tostadas, con jamón y queso por encima y encima de eso, dos güevos fritos, pero con la yema bien líquida y con muchísima aceite de la fritanga. Es una bomba que cae en los estómagos de resaca y o te lo asienta, o te provoca una vomitona que no veas, así que les pedí dos de esos y le dije a la cocinera que no fuera rácana con el aceite de fritanga. Cuando vieron el plato que tenían delante y les dije que no quería ver ni la corteza del pan de tostadas, sus caritas lo decían todo. Estuvieron casi cuarenta minutos para bajar aquello y ponerlo sobre el bossche ballen, que las bolas aquellas aún estaban atascadas en el estómago. Les di minuto y medio para echar un pis rápido sin lavado de manos, los metí en la sala de reuniones y seguimos con más encuentros con gente que no conocían y ellos que caían y caían dormidos y yo descojonándome de ellos. Les traje al presidente de la fábrica para hacerle una foto con aquellos dos despojos humanos, que parecían a punto de potar o morir y ellos no creo que ni fueron conscientes de con quién se habían hecho la foto.
A las tres y media salí por patas a recoger mi regalo de Navidad, que el reparto comenzaba a las tres y después lo llevé a mi escritorio y lo desmantelé y lo metí en mi mochila. Después entré en la sala de reuniones y le dije a mi jefe que ya se estaban agotando y él salió por patas a buscar el suyo y yo creo que los amarillos nunca fueron conscientes de nuestras ausencias. Sobre las cuatro los desperté y les dije que yo me piraba, que hay vida más allá de la laboral y que yo ya estaba hasta los mismísimos de ellos. Me hicieron las reverencias de rigor, que fue un momento terrorífico y complicado porque con la cantidad de basura que les metí dentro, o potaban, o se cagaban por las patas pa’bajo. Después me despedí de los colegas y trinqué la bici de alquiler y volé a la estación de Bolduque. Mi jefe se quedó con ellos, aunque dudo mucho que consiguiera reanimarlos y para cuando se recuperen, habrán aprendido muy bien, que mi maldad es ilimitada y que voy sobradísimo para desactivar a cualquier amarillo que me pongan por delante. Tampoco creo que vuelvan a comer en mi presencia en su vida.
Al día siguiente se iban al aeropuerto por la mañana y al parecer, lo consiguieron, aunque solo porque mi jefe hizo lo imposible para sacarlos del hotel y meterlos en el tren. Todos tenemos claro que a mí ya me han puesto en la lista negrísima de los amarillos y no me querrán en su país ni en foto digital y tal y tal. Me hicieron perder cuatro días de chamba y a cambio, yo los encochiné y los dejé listos para el matadero.
3 respuestas a “La maldición amarilla, cuarto día”
Lo que no entiendo es que coman si no quieren hacerlo… 🙂
Salud
Esa gentuza son de mucha reverencia, respeto y tal y tal. Si se niegan a comer lo que les regalo, es una afrenta imperdonable. Saco el cuchillo y los obligo a que actúen con honor. Así que se la maman y se lo comen, igual que la gente aquí se tiene que comer las galletas radioactivas que traen, con colores impensables y unas listas de ingredientes terroríficas, además de bolsas de esas para la humedad que están PROHIBIDÍSIMAS en productos de consumo humano en la Unión Europeda.
Poooooooca maldición me parece para lo que mereces por torturarnos con videos de tiburones. Poooooca!