Uno de los temas recurrentes en esta bitácora es el de la amistad y aquello que la rodea. Creo que lo he mirado desde tropecientos puntos de vista y aún así todavía me queda mucho por decir al respecto. Aunque prefiero la insubstancialidad y vulgaridad, de cuando en cuando mi cerebro se atasca en algún ciclo de pensamientos relativos al tema y he descubierto que lo mejor para desbloquearlo y pasar página es escribir lo que se me ocurre por aquí.
El gatillo que disparó esta última ronda vino de la mano de un compañero de trabajo que hizo un comentario estúpido sobre mi incapacidad intelectual, algo ni remotamente relacionado con la amistad. Al parecer yo no doy la impresión de ser muy inteligente y todos se preguntan como he llegado hasta aquí. Les expliqué algo que los dejó mudos: durante toda la educación básica yo no tuve otra cosa que sobresalientes y el instituto fue un paseo triunfal que acabó con matrícula de honor. Además, en mi círculo de amistades se encontraban cinco de las seis matrículas de honor que hubo en mi instituto ese año. El último año antes de la universidad me seleccionaron para hacer algún tipo de examen nacional al que iban los mejores, algo que me parecía absurdo y divertido y me planté allí sin ningún tipo de preparación. Acabé el segundo, un papelucho que creo que tiré hace más de diez años porque no le veía valor alguno. Mi nota media final fue tan alta que me permitía la entrada en cualquier carrera de cualquier universidad española y me sobraba casi un punto para regalar si se pudiera. Realmente no creo que eso demuestre nada, solo que quizás puedo afrontar un examen mejor que los demás pero siempre me han tocado los huevos la gente que cree que la inteligencia es lo más importante. Mis compañeros me miraban incrédulos y zanjé la conversación restregándoles que mientras ellos o no fueron a la universidad o como mucho hicieron una carrera, yo tengo dos títulos universitarios y un máster que no sirve para nada pero que puede que adorne el currículo en el hipotético caso de que me decidiera a ponerlo en el mismo. Su interés cambió entonces hacia otro terreno y me preguntaron el por qué hago el trabajo actual y no busco otro en el que seguramente puedo ganar más dinero. Les respondí que por amistad, porque estoy muy cómodo rodeado de amigos y honestamente no necesito ganar más para sentirme mejor.
Y así llegamos a la reflexión que he ido macerando en los últimos días y que se puede concretar en la pregunta ¿cómo hacer amigos? Para mí este ha sido un proceso que ha ido evolucionando a lo largo de mi vida. No recuerdo el criterio que tenía cuando era un chiquillo pero sí que puedo ver el que existía en mi época de bachillerato. Era la inteligencia. Mis amigos eran la élite del instituto, la gente que intelectualmente se podían relacionar conmigo. En aquella época no era consciente de ello pero es lo único que tienen en común todos ellos. El tiempo me ha demostrado que aunque puede ser un criterio para elegir amistades, no parece producir buenos resultados. De aquellos tiempos también me han llegado comentarios de gente que lo intentó y fracasó que parecen indicar mi férreo dominio sobre mi entorno y como bloqueaba a los que no llegaban al nivel que yo imponía. Como digo, no me acuerdo pero debe ser cierto.
Este sistema comenzó a hacer agua en el instante en el que nos repartimos por diferentes facultades y escuelas universitarias. Nuestra amistad se resintió y requería un gran esfuerzo por mi parte el mantener el andamio en pie. En los años siguientes probé multitud de variantes para cimentar amistades. Unas veces era el hecho de estudiar en la misma facultad o ir a clase juntos o vernos en la playa a menudo o el mismo tipo de música. Si ahora que miro hacia atrás veo las amistades de instituto como muy frágiles, las que vinieron después ni os cuento. De todos esos años recuerdo que hubo una sola persona con la que tuve una conexión que podía hacer suponer que iba a funcionar y como no cuadraba con el criterio del momento, la deseché. No puedo saber si estaba equivocado pero tiendo a creer que posiblemente fue un gran error.
Al emigrar tuve que volver a levantar el edificio de las amistades. Por supuesto que tenía amigos pero estaban a miles de kilómetros de distancia. Mi primer criterio en los Países Bajos fue el idioma. Buscaba gente que hablara español y pronto tuve un grupo de amigos. En dos años se descompuso, todos volvieron al país y si te he visto no me acuerdo. En paralelo con ellos comencé a barajar una idea curiosa, dejar que mis instintos me guíen y la brújula apuntaba hacia mi amigo el Rubio. Veníamos de universos distintos, técnicamente teníamos muy poco en común pero de alguna forma, orbitábamos siempre en el mismo espacio. La caída del grupo de los hispanos fue paralela a su ascenso. Después llegaron otros amigos, gente que no tenía nada en común, que a veces venían de un lado y en otras de otro, de diferentes religiones, razas, sexo, edad o condición social pero con las que había algún tipo de conexión que puedo identificar fácilmente. Parece que el sistema funciona en ambos sentidos porque todos esos amigos siguen ahí. Ya no busco amigos, no tengo una necesidad imperiosa por cultivar y expandir mis capacidades sociales. Es tan sencillo como que nos encontramos y cuando esto sucede, las puertas siempre están abiertas.
Y volviendo a la idea de inteligencia que comenzó esta cadena de pensamientos inútiles, no le otorgo ningún valor, no me hace más feliz y para mí la felicidad es mucho más importante y gratificante que el rodearme de cerebritos.