Cientos de pequeñas flores púrpuras creando un pequeño mundo de ese color.
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Zeskamp – primera parte
Ya comenté hace un tiempo que este domingo tenía un zeskamp en Vinkeveen, una villa legendaria que todo buen holandés conoce aunque sea de oídas. Este pequeño pueblo está en el corazón del país y es famoso porque está rodeado de cientos de canales que en invierno se hielan y se convierten en un paraíso para la gente que practica el patinaje sobre hielo. En verano por allí no pasa ni Dios porque los mosquitos son del tamaño de gaviotas, pero esa es otra historia. Este pueblito es también uno de los pocos reductos de pureza racial que quedan en el país. Ahí no viven turcos, ni marroquíes, ni españoles ni nada que no sea cien por cien holandés. Es una villa católica en medio de una zona profundamente protestante y son bastante cerrados.
Dicho esto, decir que una vez al año celebran el día de Vinkeveen, una jornada de celebración de actividades vecinales para que la ciudadanía comadree. Como en Holanda no hay vírgenes de cerámica o madera a las que adorar y con las que tener una excusa para pasarnos una o dos semanas de fiestas locales, esto es lo más aproximado que se puede encontrar. En este pueblito de unos mil habitantes en el que se conoce todo el mundola gente espera este evento durante todo el año. La actividad principal de ese día y sobre la que bascula todo es el Zeskamp.
Después de una semana completa de lluvias interminables nos temíamos que aquello iba a convertirse en un lodazal y terminaríamos todos cubiertos de barro y resfriados. El día antes al Zeskamp un rayo de esperanza iluminó nuestro horizonte. La predicción meteorológica informó que quizás habría un chubasco por la mañana y el resto del día el tiempo sería nuboso con temperaturas en torno a los diecisiete grados. Me levanté temprano para preparar la mochila con la ropa que iba a llevarme. Como el Moreno no era muy específico e insistía en que llevara bastante ropa arramblé con cuatro mudas de calcetines y gallumbos, tres camisetas, dos jerseyes, dos pantalones cortos, un chandal, un bañador y un chubasquero, además de dos pares de zapatillas deportivas y unas cholas de playa, o sea lo típico y el mínimo imprescindible que lleva cualquier deportista de elite cuando acude invitado a un gran evento como este. En el tren iba cargado como una mula con todo aquello. Ni cuando voy a las Canarias de vacaciones llevo tanta cosa.
El Moreno me recogió en la estación y fuimos a la casa de su cuñaá, que vive justo enfrente del campo en el que se celebraba el jolgorio y era el punto de reunión de nuestro equipo. En total éramos ocho, tres mujeres y cinco hombres. Allí finalmente supimos a qué nos teníamos que enfrentar. El Zeskamp se divide en dos partes. La primera son siete pruebad que duran como máximo veinticinco minutos y después de un descanso comienza la segunda parte, el Juego Final en el que nos tendremos que dividir y cada uno hará una tarea diferente.
Nuestro primer juego era el voleibol ciego. Después vendría el fútbol con balón de rugby, la petanca en el laberinto, el salto en pértiga sobre piscina, una segunda tanda de voleibal ciego y fútbol con balón de rugby, la carrera sobre letra «A» y terminaríamos con la prueba de supervivencia. Por culpa de un problema técnico se tuvo que anular el deslizamiento sobre lona con pecho enjabonado, algo que lamentamos terriblemente porque teníamos grandes esperanzas en esa prueba para ver tetas a mansalva.
Superada la decepción por la anulación de dicha prueba nos equipamos adecuadamente y nos fuimos al campo para comenzar a jugar. Como ya he dicho nuestra primera prueba era el voleibol ciego. Se llama así porque la red es una lona que no permite ver el otro lado. Además, se juega con tres parejas, cada una de ellas con una manta con la que se debe recoger la pelota y lanzarla. Por lo demás las reglas del voleibal son más o menos las mismas.
En la foto podéis ver a la gentuza con la que nos enfrentamos. Se me olvida contar que cada juego requiere un mínimo de mujeres en el equipo. En este caso tenían que ser dos al menos. Como somos ocho quedaron dos en la reserva, una de nuestras chicas y yo que hice las fotos. Algo que me pareció muy injusto es que no hay límite al máximo de jugadores por equipo y nuestros rivales eran una banda de diecisiete gandules en edad de reventarse granos frente al espejo y que dado su gran número tenían mayor capacidad de rotación y más garantías de triunfo. Los dos gorilas que están al extremo disparaban con saña y con odio y nos dieron un vapuleo de cuidado. Nosotros éramos todo sensibilidad y cortesía y aquella chusma se lo tomaba muy en serio. No recuerdo el resultado final pero fue una victoria deshonrosa. Además hacían trampa y pusieron espías en nuestro lado de la red que avisaban a los otros, algo que el juez les toleró porque uno de ellos era su hijo. Espero que ese tipo arda en el infierno rodeado de musulmanes de mierda y con tías tapadas con burkas hasta la pipa del coño.
Después de este primer juego nos tocaba el fútbol con balón de rugby. En este caso se usan las reglas del fútbol y el balón de rugby, esa mierda de pelota con forma abombada que no se mueve en línea recta ni de coña. Aquí jugábamos siete, con al menos dos mujeres.
En la foto se nos puede ver en plena acción defendiendo nuestra portería. Nosotros somos los de camiseta naranja. La cosa iba más o menos bien hasta que se puso a cantar el árbitro que es el gordo que se ve a la izquierda. El hijoputa cantó el ¡Que viva España! de Manolo Escobar y del ataque de risa nos la metieron doblada en forma de gol. Después de eso, en un desafortunado chute a puerta de uno de los bestias del otro equipo el puto balón salió directamente hacia un canal que está por detrás de la portería. No pudimos hacer nada para recuperar la pelota y la organización no estaba preparada para semejante contingencia. El árbitro se enraló y nos cantó Una paloma blanca, ese clásico que salvo esas tres palabras sufrió una transmutación completa al neerlandés. Sobre la canción de Manolo Escobar comentar que el estribillo termina con un España P O R F A V O R que no me suena para nada en la versión original. Mientras el hombre nos deleitaba con su concierto la gente bailaba en los lados del campo y aquello parecía un poblacho español cualquiera si exceptuamos la elevada presencia de cabezones rubios. Como el hombre amenazaba con seguir cantando uno de los colegas del equipo contrario (su portero), se quitó la ropa y se tiró al agua para recuperar la pelota, como se puede ver en la siguiente foto:
Después de este pequeño percance pudimos continuar con el juego y finalmente perdimos por uno a cero.
Os dejo disfrutando con la foto del colega y mañana continúo con el relato de lo que sucedió el domingo. Si quieres seguir leyendo este relato, pulsa aquí.
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El caos dentro del orden
Ya sé que soy extraño y que me fijo en cosas que a los demás les pasan desapercibidas. Seguramente tendrá algo que ver el que me alimentaron con el preparado lácteo Millac cuando era pequeño, esa pseudo leche que se consumía masivamente en las Canarias y que nos atrofió a todos. A unos los hizo chandaleros, a otras pencas, a otros directamente gilipollas y a mí me convirtió en Pedro Sartén. Las Canarias se me quedaron pequeñas muy pronto. Tuvo mucho que ver el haber conocido el mundo desde pequeño, esos dos veranos en los Estados Unidos, las vacaciones en Galicia, en Madrid o en Barcelona y los amigos en Alemania y la península. Pronto supe que en Gran Canaria no había sitio para mí, al menos no el que yo quería y esa certeza provocó la chispa que produjo el trabajo en los Países Bajos y mi emigración a estas tierras bárbaras del norte.
Y aquí ando, disfrutando como un enano con todo lo que sucede a mi alrededor. No hay dos semanas iguales y no tengo tiempo para el aburrimiento. Cada siete días forman un capítulo de un libro alucinante en el que se escriben cosas asombrosas. Este último capítulo ha sido el de la cena con mis amigos sudafricanos, el de la lluvia imparable y la estancia en Kamerik cocinando para mis amigos y acabando a las tres de la mañana en el jardín fumando un puro mientras un hornillo nos calentaba. También ha sido el del rodaje de televisión del que quizás hable uno de estos días y el del Zeskamp, evento del que hablaré y profusamente en la semana entrante. Igual hasta me animo y pongo alguna foto, si es que salió alguna bien, que no las he tomado yo y aún no he comprobado el resultado. He llegado al domingo tan cansado que mañana tendré que esconderme en algún rincón de mi empresa y tratar de recuperarme, ya que tengo cena con mi jefe y su novia y tendré que dar lo mejor de mí mismo ya que se espera mucho de mí. La semana entrante se prevé tan caótica como la que nos deja hoy. Seguro que el gran Dios proveerá.
El agotamiento me puede pero me gustaría reflexionar hoy sobre el caos y el orden. Partiendo del mismo material genético la sociedad nos moldea a su antojo y creamos sociedades distintas. Algo que siempre me llama la atención en Holanda es el movimiento de masas. En España cuando te mueves por una zona muy concurrida siempre hay contacto físico. Vas al mercado y la gente te toca, te empuja, te aparta y a nadie parece importarle. Es una sociedad en la que se busca de alguna forma esa invasión de la privacidad, ese asalto físico a nuestro cuerpo, el continente del alma. En los Países Bajos sucede exactamente lo contrario. Los sábados me gusta ir al centro de la ciudad y pasear cambiando de rumbo aleatoriamente. Nadie tropieza conmigo. La gente se aparta, te esquiva, te evita y de ninguna forma o manera llegas a tocar a nadie, salvo que sea para una transacción económica. Hay ocasiones en las que me quedo quieto en medio de la multitud, cierro los ojos y los noto pasando a mi alrededor como fantasmas, siguiendo rutas que jamás se cruzan. Al principio me resultaba extraño y echaba de menos algo aunque no sabía muy bien qué era y después de un par de años me di cuenta que lo que me resultaba anómalo era la falta de contacto humano, la palmada en la espalda, el abrazo, el roce casual. Para subsanarlo eduqué a mis amigos y conocidos, pervertí su programación social y la modifiqué para que me consideren una excepción. Ahora la gente nos ve y se asombra porque nos abrazamos, nos rozamos y además del contacto visual emulamos aquel que yo adquirí por nacimiento en un país latino. Algunos días en el tren o en la calle rozo a alguien, pongo una mano en un hombro, empujo suavemente y siempre noto la cara de sorpresa de la persona que recibe dicho trato. Se alteran y sienten tremendamente incómodos. A mi amigo el Rubio le tomó meses comprender el por qué nos tenemos que abrazar cuando nos vemos. Al principio se quedaba quieto, completamente en tensión y me decía que lo hiciera rápido. Ahora a veces se me olvida y me detiene y me recuerda que se me está olvidando algo. Lo mismo sucede con su mujer. El otro día estaba en su casa y llegó su madre y cuando nos despedíamos la mujer se quedó pasmada cuando nos vio despidiéndonos. Le preguntó a su hijo por qué a ella nunca la abrazaba y a mi sí. Algo tan latino, tan habitual en nuestra cultura aquí se convierte en un suceso extraordinario.