Distorsiones

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  • La mochila

    7 de noviembre de 2005

    Un lunes cualquiera de otoño me levanto más temprano de lo que suele ser habitual y tras una ducha rápida y afeitarme salgo escopeteado para la estación de tren a lomos de la Macarena. Hay una cola enorme en la máquina para comprar los billetes y pierdo el tren. No es un problema muy grave ya que hay otro a los nueve minutos. Subo al andén y espero a que llegue. Cuando estoy allí me encuentro con un par de compañeros de trabajo y comenzamos a hablar contándonos el fin de semana. Nos subimos juntos al tren y después de dejar a la Macarena en lugar seguro nos sentamos. Al llegar a Hilversum salimos del tren y nos vamos de cháchara hacia el trabajo, todos en nuestras bicicletas.

    A medio camino una certeza terrible me golpea dejándome K.O.: No llevo la mochila conmigo. Ninguno de mis colegas la tiene así que me la he debido dejar en el tren. Llego al trabajo y llamo al servicio de atención al cliente de la empresa ferroviaria. A diez céntimos el minuto me dicen que ese no es el número adecuado y que tengo que llamar a Objetos Perdidos. Me dan el número y llamo. En esta ocasión son ochenta céntimos por minuto, lo que me parece un robo. Soy el quinto en la cola y no puedo más que darle gracias a Dios por usar el teléfono de la oficina para hacer la llamada. Cuando finalmente me toca después de una eternidad asumo que con lo que ha costado la espera hubiera tenido suficiente dinero como para ir de putas en Amsterdam y gastarme dicha cantidad con alguna de las calles más recónditas, que además de ser más baratas son putas sucias y rastreras, de las que hacen guarrerías que van más allá del misionero y de las que se dejan que uno las bautice con su lefa mientras ellas te sonríen tras unas gafas a lo Rocío Juntado y Maldecido.

    Estoy con esos pensamientos cuando la operadora coge mi llamada y le cuento el problema. Ella apunta todos los datos y me dice que en una hora saben algo y de no ser así tendré que cruzar los dedos para ver si aparece en las siguientes tres semanas, que es el tiempo que ellos mantienen las búsquedas que no dan éxito en el primer intento. Vuelvo a mi trabajo pensando en la suerte que tuve de no llevar nada de valor en la mochila y tras una hora llamo nuevamente, regalo otra cantidad que podría haber usado para invitar al turco a la misma puta y un tipo me cuenta que han encontrado mi mochila y que está en Dordrecht. No me cuadra y le pregunto si está seguro. Me vuelve a confirmar por los calzoncillos de Snoopy que es la mía, ya que soy el único que ha llamado hoy hablando en inglés y su compañera se lo ha dicho. Me informa que si en tres días no la recojo de dicha estación entonces la mandarán a un depósito central en el que la podré recuperar a las tres semanas. Dordrecht, para aquellos de vosotros que suspendisteis la asignatura de geografía está bastante al sur de Holanda y algo lejos de donde trabajo.

    Me quedo contento porque al menos mi niña ya está en sitio seguro. A la hora de comer tengo que volver a mi casa para llevar a mis padres al aeropuerto. Junto a mí en el tren se sientan dos hijos de emigrantes de origen árabe. Van hablando entre ellos y controlando que no venga el revisor ya que obviamente no tienen billete. El estado les da una ayuda para que se compren la tarjeta de estudiante y puedan viajar, pero ellos prefieren gastarse el dinero en drogas, zapatillas de chichón y demás y no comprarse los billetes. Los chavales además son de los de premio gordo y mientras hablan echan unos esputos como charcos en el suelo del vagón. La gente murmura pero nadie le dice nada a esos hijosdeputa de mierda. Se bajan antes de llegar a la estación central de Utrecht en una parada llamada Overvecht. Esa zona es bien conocida por la miasma y la gentuza que vive en sus lindes, casi todos ellos profesando una religión que implica el no tomar alcohol, no comer cerdo y tratar a las mujeres como unas perras.

    Llego a mi casa y les cuento mi desgracia matinal a mis padres mientras vamos camino del aeropuerto. Allí los facturo y los mando para España. En ese momento decido ir al rescate de la mochila. Llamo a mi jefe y le informo de mi cambio de horario de trabajo. Cojo un tren que va para Bruselas y que hace escala en Dordrecht, entre otras grandes ciudades. En los asientos que hay delante mío están una pareja hablando con una holandesa de origen hindú. La pareja le está haciendo un tercer grado terrible. Lo quieren saber todo sobre ella: sus estudios, el dinero que le cuestan, cuanto se gasta en material escolar, su trabajo, sus novios, sus últimas veinte relaciones sexuales, si traga o no traga, si le gusta por el ojete o no y la chica lo responde todo. También le preguntan por Rotterdam, ciudad en la que vive la hindú y esta les cuenta que es una ciudad bastante fea por su falta de estilo y además bastante insegura. Les dice que las bandas de jóvenes de ascendencia árabe se creen con derecho a todo y son muy peligrosas cuando te las encuentras solo. También les cuenta que los mismos gallitos cobardes se deshinchan cuando van solos, que solo son hombres en grupo. Junto la primera pieza del puzzle con la segunda y con mi sectarismo característico determino que todos los árabes son malos. Es lo bueno que tiene la lógica, que de un par de verdades a media se saca una ley inquebrantable. Las mismas leyes aplico cuando veo a una coja en bicicleta. La primera vez que me crucé una en Hilversum no llevaba bragas y le vi la pipa del coño. Inmediatamente apliqué la lógica y ahora coja que veo, coja que me imagino sin bragas.

    Llego a Dordrecht y voy a los mostradores de venta de billetes. Les cuento mi problema, me preguntan por el color de mi mochila y la marca y la tía vuelve con ella al cabo de unos minutos. Mientras esperaba la cola para comprar billetes fue creciendo hasta límites insospechados. La gente bufea y me mira con mala cara. A mí me la suda hasta las trancas, que ya me he mamado yo colas de gilipollas que no se terminan de decidir, así que estoy contento porque ya era hora que me tocara a a mí y aprovecho para tararear ese clásico de Bebe. Particularmente cabreada se encuentra la vieja que estaba detrás de mí. Masculla en su idioma algún tipo de maldición gitana. Me viro para ella, le echo una mirada de esas que cortan hasta por el refilo y me desabrocho dos botones de los pantalones vaqueros y meneando las caderas le digo que si quiere leche que se agache y aproveche que está fresquita. La vieja se marcha escopeteada. Imagino que esta mala acción me quitará por lo menos diez puntos para entrar al cielo pero ha merecido la pena. La comprobación de la identidad para darme mi mochila fue de risa. Le di la tarjeta para acumular puntos de un supermercado y la tía la aceptó. Esa colega jugando al escatergoris tiene que ser la hostia.

    Voy al andén y pregunto al revisor si el tren que está allí estacionado me lleva en la dirección a Utrecht. El tío me ignora de mala manera. Tengo que caminar miles de metros para llegar al extremo en donde el conductor y la jefa de estación me atienden amablemente y me indican que sí puedo ir en este tren, aunque tendré que hacer transbordo en Rotterdam. Me subo y me siento en un vagón completamente vacío. Es uno de esos trenes de dos plantas y yo estoy en la parte inferior en un compartimento que tiene capacidad para cincuenta personas. Al rato aparece el cabrón que no me quiso ayudar para mirar mi billete. En un nanosegundo maquino mi venganza. Me tiro el padre de todos los bufos (pedos o peos en otras latitudes, ventosidad para los más finos). Cuando llega a mi altura la contaminación química es imposible de evitar. El tío se pone verde con la fragancia de Sulaco. Yo me tomo mi tiempo para sacar el billete solo para asegurarme que el mamón se impregna bien del Eau de Sulaco. Cuando se marcha puede oír mi risilla diabólica y es sabedor de que me río de él.

    Me bajo del tren en Rotterdam y miro en los paneles. Hay un Intercity que sale exactamente en ese minuto para Utrecht. Corro por si hay suerte y entro en el tren en el momento en el que se cierran las puertas. Camino hasta la parte delantera aunque este está casi completo. Finalmente encuentro sitio frente a una de esas Chochonas que se ven ahora por las calles paseando orgullosas sus michelines con unas camisetas por encima del ombligo. La tipa no tiene vergüenza. Parece una escultura de Botero con esa camisita a punto de reventar y ese barrigón cervecero que rebosa michelines a diestro y siniestro. La microcamiseta la lleva tan pegada que hasta un ciego podría ver esos pezones del tamaño de huevos fritos marcados contra la tela. Me la imagino a cuatro patas, con esas nalgas sobradamente cargadas como jamones, mientras le dan desde atrás golpeándole esas nalgas del tamaño de sábanas y le tiran del pelo al ritmo del dale, Don, dale. El pensamiento me turba y decido reiniciar mi perverso cerebro que no ha dejado de parir estupideces en todo este tiempo. Llegamos a Utrecht sin más problemas y tras comer algo en la estación me vuelvo a casa.

    Así fue el día en el que se escapó mi mochila y la tuve que perseguir por todo el país en tren, el día en que se marcharon mis padres de vuelta a España y el día en el que los de Recursos Inhumanos me regalaron seis días de vacaciones pagadas para que estudie y me prepare para los exámenes que tengo que hacer para obtener la certificación de Microsoft.

  • Las tres semanas pasadas en Distorsiones

    7 de noviembre de 2005

    Estas tres semanas pasadas mi casa ha continuado su lenta mutación. La vieja cocina desapareció y después de diez días en los que estuvimos como gitanos cocinando en una cocina de camping y con una nevera que funcionaba con la batería de un coche, llegó la nueva cocina. Aún no está terminada pero esa parte de mi casa ha cambiado bastante. Aunque con una producción mermada, la cosa no ha estado tan mal como yo creía. Solo hubo una película, algo que subsanaré esta semana en la que pienso ir a diario para recuperar el Cine perdido. Se trató de Four brothers – Cuatro hermanos. Hubo un par de libros en la categoría de Literatura. Fueron The Face y Velocity, ambos de Dean Koontz. El primero me gustó bastante y el segundo me pareció algo flojo.

    Por mi falta de tiempo tuve que echar mano a los legendarios archivos de Distorsiones y sacar del olvido alguna de esas Grandes Historias que han aparecido por estas tierras en los últimos cinco años. Seguro que ya las habéis olvidado, así que es una buena ocasión para recordarlas. Las he corregido un poco, algo que hago siempre que releo cosas que escribí hace tiempo. Los relatos fueron Mi vida con un indonesio, El gran circo de Asia: Ovations!,  E.T. (¿Recordáis la increíble foto que tomé en su momento?) y Wadlopen (Aquella caminata en marea vacía que hicimos un verano de hace mucho mucho tiempo).

    Las Fotos han sido mi salvación en estos días. He seguido poniendo Fotos de la ciudad de Utrecht, como Oudegracht al atardecer, Campanas, Carillón, Sint Maarten Kerk, Oudegracht desde el Domtoren, Stadskasteel Oudaen y Domtoren. La siguiente línea temática han sido las setas, de las que he elegido Setas en otoño, Setas, Setas pequeñas y Vidas efímeras.

    A partir de un comentario de alguien en el que quería saber más de mí he puesto algo a medio camino entre cuestionario y entrevista que cae en la categoría de Mi mundo y que se tituló Mismamente yo. Podéis encontrar más información sobre un servidor en La casa a día de hoy (Mi casa), Sulaco y Yo, Sigo por allá y Otoño con veranillo. Como además de mirarme el ombligo  también suelo mirar el de los demás, hubo algunas cosillas sobre la gente que me rodea y sucesos en Otros mundos, instantes que quedaron congelados para siempre con la habitual desvergüenza y distorsión que son el sello de esta casa. Me refiero a Ikea y el Chino (O como el amigo compra muebles por primera vez), Los niños del maíz (O los sucedidos en la puerta de un colegio), Dios y el hombre (O como es mejor no hablar con desconocidos) y finalmente El recado (O las cosas que tiene que hacer uno por amistad).

    Y acabamos con Pásate al OpenOffice 2.0 , una nueva versión de la suite ofimática gratuita y que debería estar instalada en todos vuestros equipos, ya que no os veo pagando Software.

    Hasta aquí llegaron estas tres semanas. Espero tener tiempo para acabar todo lo que está pendiente, que si no recuerdo mal incluye la finalización del American Tour 2004, de la saga der Dani, y las aventuras del Turco en Temporada de caza.

    Esto ha sido todo. Siempre es bonito recibir un regalo de un lector agradecido y para facilitaros la elección os pongo los enlaces a mis listas de objetos deseados: 
    – Wishlist en Amazon UK
    – Wishlist en Amazon USA

  • Velocity

    6 de noviembre de 2005

    Velocity Siguiendo con el repaso a algunos de los libros más vendidos de Dean Koontz llego a Velocity, una novela que salió publicada este año y que no creo que haya sido traducida al español. De lo que he leído hasta ahora de este hombre, es la que se me ha hecho más pesada. El audiobook (audiolibro) tiene poco más de nueve horas de duración.

    La historia que cuenta es la de un hombre que un día se encuentra una nota en la que alguien le dice que tiene que tomar una decisión. Según lo que elija morirá una persona. Da igual lo que haga, alguien morirá. Cada vez que se cumple el plazo de los ultimátum una nueva nota aparece y una nueva decisión le espera. La velocidad se incrementa, los tiempos son más cortos y las muertes cada vez más cercanas. Así irá transcurriendo la historia.

    Para mí le falta algo de gancho y le sobra mucho rollo psicológico del protagonista. Seguramente funcionará mejor en cine que en libro. Hay momentos en los que me despreocupé totalmente y no me importaba un carajo lo que le podía suceder al colega. Este fue el último de los libros de Dean Koontz que voy a leer en este ciclo. Paso página y emigro hacia otros autores.

    De la página de la editorial tomo el siguiente extracto:

    Billy Wiles is an easygoing, hardworking guy who leads a quiet, ordinary life. But that is about to change. One evening, after his usual eight-hour bartending shift, he finds a typewritten note under the windshield wiper of his car: If you don’t take this note to the police and get them involved, I will kill a lovely blond schoolteacher somewhere in Napa County. If you do take this note to the police, I will instead kill an elderly woman active in charity work. You have six hours to decide. The choice is yours.

    Así que no lo puedo recomendar demasiado. Le doy un suspenso alto.
    gallifantegallifante

  • El recado

    5 de noviembre de 2005

    Me llama mi amigo holandés y me pregunta si puedo hacerle un favor porque está malo. Voy por su casa y me encarga la tarea. Tengo que ir por la calle mirando las tiendas de ventas de teléfonos móviles y electrónica y preguntando si tienen cargadores de coche para su Organizador personal, también conocido como PDA. El pobre se va en unos días de vacaciones y el trasto no funciona y anda un poco inquieto. Lo veo allí en su casa, postrado y de paso me río de él y de sus enfermedades.

    La misión está clara. La zona en la que me moveré es Amsterdamstraat, una calle que sale desde el centro de la ciudad y que como su nombre indica, si uno la toma y la sigue pues estará en camino para ir hacia Amsterdam. No lo he comentado hasta ahora, pero esa calle es también famosa por estar en la zona turca y a partir de cierto punto en la zona marroquí, que son como lo peor de lo peor por estas tierras. Como yo tengo el pelo castaño pues casi doy el pego como turco, aunque mi carisma y mi encanto personal me ponen bastante lejos de esta gente. Mi amigo vive en el lado turco, cerca de una torre de agua (Watertoren). Tendré que caminar en dirección al centro.

    Salgo a la calle y voy andando mirando tiendas. Encuentro la primera, un sitio de venta de tarjetas prepago para llamadas internacionales, cibercafé y supermercado 24 horas. El tipo vende cargadores pero no el que estoy buscando, así que sigo adelante. Tengo otras tres experiencias negativas cuando llego al lugar en el que mi amigo me dijo que me detuviera. Como ando en dirección al centro, lo llamo y le digo que sigo y me voy a Media Markt o cualquier otra tienda más normal. Frente a mí hay un puente sobre el que pasan los trenes. Paso por debajo y tras el puente aparece otra de esas tiendas. Esta es de teléfonos móviles y veo que tiene un montón de cargadores y cachivaches. En su puerta está el turco Salam tomando té en un vaso de plástico y escupiendo unos lapos radiactivos hacia la calle cada veinte segundos. El hombre bloquea la puerta. Como me ve la intención, me deja pasar y vuelve a bloquear la entrada.

    Dentro de la tienda hay dos turcos más. Uno está tras el mostrador y el otro por fuera. El de fuera está gritando como un poseso y gesticula como un loco. Se quedan callados y me miran. Les explico la situación enseñándoles la agenda y el cargador estropeado. El tío lo agarra, lo mira, lo remira y empieza a chillarle a su colega. Ambos mantienen una discusión y tras medio minuto o así me dicen que él no lo tiene pero que el otro los tiene en su tienda y que por ser yo me lo dejan en veinte euros. Acepto el trato ya que está en el rango de precios que mi amigo está dispuesto a pagar.

    Los tipos se vuelven a pelear, señalándome de vez en cuando. Parece que el que lo tiene no se quiere marchar, aunque no entiendo la razón, ya que aún no domino el idioma otomano. Se chillan y mueven las manos que da gusto. Me da la impresión de que allí van a haber hostias, aunque por el momento la cosa está bajo control. El tercer turco sigue impasible bloqueando la puerta. Al fijarme más veo que detrás del mostrador hay cuatro portátiles abiertos y trabajando. Están desbloqueando teléfonos móviles. Tienen un laboratorio de cojones y están trabajando a destajo. El tipo ha optimizado el proceso y cada vez que un ordenador acaba, quita el teléfono desbloqueado, pone uno nuevo y recomienza la secuencia. A veces ha de cambiar los cables y para eso tiene una caja con decenas de tipos.

    El que me debe vender el cargador le grita y señala una pila de teléfonos. Imagino que le está diciendo que se los quiere llevar y que hasta que no termine no se marcha. Me usan como moneda de cambio y al final me informan que en cinco minutos vamos a la otra tienda. También me dicen que son hermanos, aunque yo lo dudo e imagino que son hermanos de religión o de estafas. El que está desbloqueando teléfonos sigue con su trabajo mientras su colega lo insulta, algo que parece habitual.

    Después de un cuarto de hora y de ver que estoy poniéndome nervioso tras tanto tiempo mirando las estanterías de productos en venta, estoy por marcharme. Ellos lo notan y comienzan otra acalorada discusión. El portero también entra y discute con ellos. Uno saca un maletín enorme y empieza a meter dentro teléfonos, tarjetas de teléfono prepago y un par de portátiles. El maletín está que revienta. Me dicen que ya nos vamos y que el turco me lleva en su coche a la tienda, que está a cinco minutos.

    Se me caen los huevos al suelo y tengo que recogerlos del pánico que me entra. En un momento de sus discusiones llamo a mi amigo, le cuento la situación y le digo que si no doy señales de vida en media hora que avise a la Interpol y mande un par de comandos para rescatarme. Los turcos me llevan a un coche, me meten dentro y después se marchan de nuevo discutiendo a la tienda. Estoy allí solo unos cinco minutos. Vuelvo a llamar al holandés y le informo. Ahora estoy casi convencido de que no sobreviviré. Debo haber perdido hasta el color porque cuando llegó finalmente el hombre y me vio me tranquilizó y me dijo que era bien cerca. Arranca el coche y hace un giro en U en el que no mató a nadie de milagro. El hombre parece que consiguió el carnet de conducir en una tómbola. Ignora todas las normas elementales de tráfico. Vamos de rally esquivando bicicletas, viejas en sillas de ruedas e individuos de dudosa reputación que corren por los lados. Me mete por unas calles en las que jamás entraría solo.

    Finalmente llegamos a nuestro destino pero no hay aparcamiento, así que tenemos que ir a una zona azul. Aparca, saca una caja archivadora y empieza a rebuscar. Tardo un poco hasta que veo lo que está haciendo. Tiene tickets de aparcamiento de todos los días del año y de diferentes horas y está buscando el adecuado. Como el sistema sólo pone el día y el mes sin el año, este ha debido recoger los papelillos durante siglos para completar su colección. Encuentra el correspondiente al día y al mes y lo pone en la ventana. Al salir del coche nos cruzamos con una patrulla de policías. El tipo se mueve nervioso, sabedor de que lleva una carga ilegal de cuidado. Yo me muevo aún más inquieto, sin saber si sobreviviré a este encuentro.

    Los polis nos echaron unas cuantas miradas pero al final no nos dijeron nada. Supongo que mi falta de color y la sonrisa sin dientes del turco les parecieron lo suficientemente normales como para dejarnos en paz. Vamos entre callejones y tras una corta caminata llegamos a la tienda, que luce el cartel de abierto aunque la reja está echada. Hay una mujer en la puerta que comienza a gritarle al tío también en turco cuando llegamos. Abre la puerta y entramos. Me señala el sitio de los cargadores y ellos siguen peleándose a gritos dentro de la tienda. Después de mirar todos los cargadores no veo ninguno que sea similar al que yo quiero. Se lo digo y el hombre me dice que alguno tiene que valer. Yo los vuelvo a mirar y mi conclusión es la misma. Le vuelvo a decir que no hay nada. El tipo llama por móvil a su hermano y me lo pasa. El otro me dice que esos son los cargadores y yo mantengo mi postura. De alguna manera consigo terminar la conversación y decido marcharme de la tienda. El turco y la turca me persiguen para que no me marche pero corro más que ellos y salgo a la calle. Sigo a los policías, que no están muy lejos y tras un rato vuelvo a estar en zona cristiana.

    Desde allí me fui disparado a la zona comercial y a una tienda normal en la que completar mi recado.

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