Un lunes cualquiera de otoño me levanto más temprano de lo que suele ser habitual y tras una ducha rápida y afeitarme salgo escopeteado para la estación de tren a lomos de la Macarena. Hay una cola enorme en la máquina para comprar los billetes y pierdo el tren. No es un problema muy grave ya que hay otro a los nueve minutos. Subo al andén y espero a que llegue. Cuando estoy allí me encuentro con un par de compañeros de trabajo y comenzamos a hablar contándonos el fin de semana. Nos subimos juntos al tren y después de dejar a la Macarena en lugar seguro nos sentamos. Al llegar a Hilversum salimos del tren y nos vamos de cháchara hacia el trabajo, todos en nuestras bicicletas.
A medio camino una certeza terrible me golpea dejándome K.O.: No llevo la mochila conmigo. Ninguno de mis colegas la tiene así que me la he debido dejar en el tren. Llego al trabajo y llamo al servicio de atención al cliente de la empresa ferroviaria. A diez céntimos el minuto me dicen que ese no es el número adecuado y que tengo que llamar a Objetos Perdidos. Me dan el número y llamo. En esta ocasión son ochenta céntimos por minuto, lo que me parece un robo. Soy el quinto en la cola y no puedo más que darle gracias a Dios por usar el teléfono de la oficina para hacer la llamada. Cuando finalmente me toca después de una eternidad asumo que con lo que ha costado la espera hubiera tenido suficiente dinero como para ir de putas en Amsterdam y gastarme dicha cantidad con alguna de las calles más recónditas, que además de ser más baratas son putas sucias y rastreras, de las que hacen guarrerías que van más allá del misionero y de las que se dejan que uno las bautice con su lefa mientras ellas te sonríen tras unas gafas a lo Rocío Juntado y Maldecido.
Estoy con esos pensamientos cuando la operadora coge mi llamada y le cuento el problema. Ella apunta todos los datos y me dice que en una hora saben algo y de no ser así tendré que cruzar los dedos para ver si aparece en las siguientes tres semanas, que es el tiempo que ellos mantienen las búsquedas que no dan éxito en el primer intento. Vuelvo a mi trabajo pensando en la suerte que tuve de no llevar nada de valor en la mochila y tras una hora llamo nuevamente, regalo otra cantidad que podría haber usado para invitar al turco a la misma puta y un tipo me cuenta que han encontrado mi mochila y que está en Dordrecht. No me cuadra y le pregunto si está seguro. Me vuelve a confirmar por los calzoncillos de Snoopy que es la mía, ya que soy el único que ha llamado hoy hablando en inglés y su compañera se lo ha dicho. Me informa que si en tres días no la recojo de dicha estación entonces la mandarán a un depósito central en el que la podré recuperar a las tres semanas. Dordrecht, para aquellos de vosotros que suspendisteis la asignatura de geografía está bastante al sur de Holanda y algo lejos de donde trabajo.
Me quedo contento porque al menos mi niña ya está en sitio seguro. A la hora de comer tengo que volver a mi casa para llevar a mis padres al aeropuerto. Junto a mí en el tren se sientan dos hijos de emigrantes de origen árabe. Van hablando entre ellos y controlando que no venga el revisor ya que obviamente no tienen billete. El estado les da una ayuda para que se compren la tarjeta de estudiante y puedan viajar, pero ellos prefieren gastarse el dinero en drogas, zapatillas de chichón y demás y no comprarse los billetes. Los chavales además son de los de premio gordo y mientras hablan echan unos esputos como charcos en el suelo del vagón. La gente murmura pero nadie le dice nada a esos hijosdeputa de mierda. Se bajan antes de llegar a la estación central de Utrecht en una parada llamada Overvecht. Esa zona es bien conocida por la miasma y la gentuza que vive en sus lindes, casi todos ellos profesando una religión que implica el no tomar alcohol, no comer cerdo y tratar a las mujeres como unas perras.
Llego a mi casa y les cuento mi desgracia matinal a mis padres mientras vamos camino del aeropuerto. Allí los facturo y los mando para España. En ese momento decido ir al rescate de la mochila. Llamo a mi jefe y le informo de mi cambio de horario de trabajo. Cojo un tren que va para Bruselas y que hace escala en Dordrecht, entre otras grandes ciudades. En los asientos que hay delante mío están una pareja hablando con una holandesa de origen hindú. La pareja le está haciendo un tercer grado terrible. Lo quieren saber todo sobre ella: sus estudios, el dinero que le cuestan, cuanto se gasta en material escolar, su trabajo, sus novios, sus últimas veinte relaciones sexuales, si traga o no traga, si le gusta por el ojete o no y la chica lo responde todo. También le preguntan por Rotterdam, ciudad en la que vive la hindú y esta les cuenta que es una ciudad bastante fea por su falta de estilo y además bastante insegura. Les dice que las bandas de jóvenes de ascendencia árabe se creen con derecho a todo y son muy peligrosas cuando te las encuentras solo. También les cuenta que los mismos gallitos cobardes se deshinchan cuando van solos, que solo son hombres en grupo. Junto la primera pieza del puzzle con la segunda y con mi sectarismo característico determino que todos los árabes son malos. Es lo bueno que tiene la lógica, que de un par de verdades a media se saca una ley inquebrantable. Las mismas leyes aplico cuando veo a una coja en bicicleta. La primera vez que me crucé una en Hilversum no llevaba bragas y le vi la pipa del coño. Inmediatamente apliqué la lógica y ahora coja que veo, coja que me imagino sin bragas.
Llego a Dordrecht y voy a los mostradores de venta de billetes. Les cuento mi problema, me preguntan por el color de mi mochila y la marca y la tía vuelve con ella al cabo de unos minutos. Mientras esperaba la cola para comprar billetes fue creciendo hasta límites insospechados. La gente bufea y me mira con mala cara. A mí me la suda hasta las trancas, que ya me he mamado yo colas de gilipollas que no se terminan de decidir, así que estoy contento porque ya era hora que me tocara a a mí y aprovecho para tararear ese clásico de Bebe. Particularmente cabreada se encuentra la vieja que estaba detrás de mí. Masculla en su idioma algún tipo de maldición gitana. Me viro para ella, le echo una mirada de esas que cortan hasta por el refilo y me desabrocho dos botones de los pantalones vaqueros y meneando las caderas le digo que si quiere leche que se agache y aproveche que está fresquita. La vieja se marcha escopeteada. Imagino que esta mala acción me quitará por lo menos diez puntos para entrar al cielo pero ha merecido la pena. La comprobación de la identidad para darme mi mochila fue de risa. Le di la tarjeta para acumular puntos de un supermercado y la tía la aceptó. Esa colega jugando al escatergoris tiene que ser la hostia.
Voy al andén y pregunto al revisor si el tren que está allí estacionado me lleva en la dirección a Utrecht. El tío me ignora de mala manera. Tengo que caminar miles de metros para llegar al extremo en donde el conductor y la jefa de estación me atienden amablemente y me indican que sí puedo ir en este tren, aunque tendré que hacer transbordo en Rotterdam. Me subo y me siento en un vagón completamente vacío. Es uno de esos trenes de dos plantas y yo estoy en la parte inferior en un compartimento que tiene capacidad para cincuenta personas. Al rato aparece el cabrón que no me quiso ayudar para mirar mi billete. En un nanosegundo maquino mi venganza. Me tiro el padre de todos los bufos (pedos o peos en otras latitudes, ventosidad para los más finos). Cuando llega a mi altura la contaminación química es imposible de evitar. El tío se pone verde con la fragancia de Sulaco. Yo me tomo mi tiempo para sacar el billete solo para asegurarme que el mamón se impregna bien del Eau de Sulaco. Cuando se marcha puede oír mi risilla diabólica y es sabedor de que me río de él.
Me bajo del tren en Rotterdam y miro en los paneles. Hay un Intercity que sale exactamente en ese minuto para Utrecht. Corro por si hay suerte y entro en el tren en el momento en el que se cierran las puertas. Camino hasta la parte delantera aunque este está casi completo. Finalmente encuentro sitio frente a una de esas Chochonas que se ven ahora por las calles paseando orgullosas sus michelines con unas camisetas por encima del ombligo. La tipa no tiene vergüenza. Parece una escultura de Botero con esa camisita a punto de reventar y ese barrigón cervecero que rebosa michelines a diestro y siniestro. La microcamiseta la lleva tan pegada que hasta un ciego podría ver esos pezones del tamaño de huevos fritos marcados contra la tela. Me la imagino a cuatro patas, con esas nalgas sobradamente cargadas como jamones, mientras le dan desde atrás golpeándole esas nalgas del tamaño de sábanas y le tiran del pelo al ritmo del dale, Don, dale. El pensamiento me turba y decido reiniciar mi perverso cerebro que no ha dejado de parir estupideces en todo este tiempo. Llegamos a Utrecht sin más problemas y tras comer algo en la estación me vuelvo a casa.
Así fue el día en el que se escapó mi mochila y la tuve que perseguir por todo el país en tren, el día en que se marcharon mis padres de vuelta a España y el día en el que los de Recursos Inhumanos me regalaron seis días de vacaciones pagadas para que estudie y me prepare para los exámenes que tengo que hacer para obtener la certificación de Microsoft.