A tres semanas de la firma de la hipoteca estoy embarcado en una criba de todo lo que hay en mi casa para decidir qué cosas pasan a la siguiente morada. Es una operación similar al Gran Hermano. Ataco un rincón y lo primero que hago es nominar a todo el mundo. Luego, los que no superen las nominaciones serán invitados a abandonar la vivienda y los otros consiguen un puesto para el viaje. Ya han caído cientos de kilos. Es increíble lo que he podido acumular en cinco cochinos años. Sólo en la cocina tiré decenas de productos caducados que se habían refugiado en los fondos de los cajones, medicinas que pasaron a mejor vida en el 2003 y que seguían aparentando normalidad, electrodomésticos que jamás volveré a usar como la cutre-máquina para hacer arroz, trasto por el que no pagué casi nada y que cuando empleas descubres que es una fuente de chorros de agua hirviendo hacia todos lados.
Mi ordenador se ha aligerado bastante. La impresora que compré para imprimir el currículum que me sirvió para conseguir este trabajo ha pasado a mejor vida. Fue lo único que se imprimió en ese trasto en toda su existencia. Llegó a mi casa, dio el Do de pecho y ahora sale por la puerta pequeña, escondida dentro de una bolsa de basura. Lo mismo se puede decir del escáner que usaba como reposapiés. Me lo traje desde España en el 2000 y jamás lo llegué a instalar en mi equipo. Ahora por fin descansará en paz. En una caja encontré decenas de especificaciones técnicas incluyendo todas las de mi viejo ordenador y cables de todo tipo. A los cables los perdoné porque si te hace falta alguno siempre hay que pagar bastante pero los manuales siguieron el caminito de la impresora.
En este lustro he tenido tanta formación a cargo de la empresa que han sido necesarias unas seis bolsas para meter todos los archivadores, libros y demás productos residuales frutos de mi educación. Uno va a los cursos pero jamás vuelve a tocar los apuntes y los libros que le dan en ellos. No sé ni por qué nos los entregan, si no los vamos a usar y ellos lo saben. Mirando los nombres de los cursillos alucinaba con las cosas que supuestamente sé. Mis cinco años de vida Nórdica me han permitido recibir más contenido que los años universitarios en los que mi cerebro era adoctrinado por esos cagones y putarracas que lamían culos y no tenían ni puta idea de nada. Algunos los llamaban profesores, ensuciando esa legendaria palabra. Definitivamente lo que aprendía por aquí arriba es de más calidad e infinitamente más útil.
Mi armario no podía escapar a este escrutinio. Tengo dos bolsas llenas de camisas que no uso, pijamas antiguos, pantalones que jamás volverán a cubrir unas piernas peludillas, jerseys de lana que no sirvan para el frío viento nórdico, zapatos descartados y demás.
Aún no he terminado. Cada semana habrá nuevas rondas hasta que el día ocho de octubre, en la final, los ganadores lleguen a nuestra nueva casa. Allí volveré a acumular cosas y con la cantidad de espacio que voy a tener, sólo Dios sabe como acabará aquello.