Una historia de verano – 2


Comenzó en Una historia de verano – 1

En la Isleta nada era como en el resto del mundo. Un barrio en el extremo de la ciudad, rodeado de aguas por casi todas las partes, lindando con terrenos militares y con un istmo que lo conectaba al resto de la ciudad con tres calles e innumerables atascos, allí nació y se crio Gayola. La Isleta es un barrio que se subdivide en barrios más pequeños, zonas muy diferentes entre ellas y Gayola pertenecía a las Casas Baratas, nombre por el que se conocía a la gente que vivía en la parte superior de la Isleta, aunque oficialmente aquello era la urbanización de la Nueva Isleta, en los lindes con los terrenos militares. Eran casas de bloques finísimos que se hicieron después de la Guerra Civil y en las que el concepto de comunidad se estira hasta mezclarse con el de familia, porque es imposible vivir allí y no escuchar todo lo que sucede en las otras casas. A Gayola la conocían como Yola y todos los días, al volver del colegio, que en aquel entonces se llamaba grupo escolar “José Antonio”, recordando a un chamo de la historia pasada del país y que también era un colegio solo de hembras, o de niñas, que es el término científico para referirse a ellas. Enfrente del colegio teníamos la Piscina, un campo de fútbol con un nombre extraño porque allí, en su día, hubo una piscina, aunque nunca quedó claro si se llegó a usar porque cuando se construyó, hubo muchas cagadas, empezando porque en lugar de los cincuenta metros, acabó teniendo dieciséis centímetros más y porque en la Casa Roja pusieron las bombas de agua para traer agua del mar a la misma, pero no se les ocurrió que entre la casa y la piscina tenía que haber tuberías y por eso, el campo de fútbol que estaba frente al colegio y al que entraban los chiquillos a jugar, se llamaba la Piscina. Yola corría por el lugar con sus amigas mientras los pervertidos del barrio miraban a las niñas desde afuera y a las doce de la mañana se iba a su casa a almorzar y regresaba al colegio a las dos y media de la tarde. En su ruta pasaba por delante de una fábrica de mantecados en donde, cuando su madre le daba alguna peseta, compraba alguno para comérselos y si no, miraba a los empleados con pena para ver si colaba y le regalaban alguno, que no colaba, que aquellos solo regalaban a las adolescentes con un buen par de tetas. Si girabas la cabeza un pelín, el olor de los mantecados desaparecía y ocupaba su lugar el de fideos de pasta colgados en la calle secándose, de una fábrica de pasta fresca para restaurantes chinos, pasta que seguramente cogía un sabor característico porque allí, por esa calle, pasaba la línea 20, unas guaguas viejísimas y que expulsaban una nube tóxica justo en la dirección de los fideos. Después de los mantecados, camino a su casa, veía el escaparate de una peluquería, en donde reinaba Ramiro, que según murió el Caudillo y llegó la democracia, encontró un médico que le hizo una operación para ponerle tetas de silicona, enormes y exhuberantes, solo que Ramiro no quería abandonar su sexo y ambas tetas tenían el pelo de su pecho, creando algo que solo se puede encontrar en la Isleta. Ramiro, además, gritaba, él no hablaba y cuando Yola y sus amigas pasaban por delante de la peluquería, era raro el día en el que Ramiro no les daba algún grito, algún comentario que ellas no entendían (gracias a Dios). Otras veces lo veían trabajar en la cabeza de alguna clienta, gritándole mientras lo hacía y tambaleándose, que Ramiro no concebía el trabajo sin sus plataformones, unos zapatos altísimos y hechos como de madera de alcornoque que elevaban a Ramiro, ya alto, a unos centímetros del cielo. La parada de la peluquería era lo más exótico, tanto por Ramiro como por el dueño de la peluquería, que unos años más tarde acabó jodido y mal pagado cuando su novio lo mató a puñaladas en su casa para quitarle el dinero y las joyas, en uno de esos crímenes con violencia que a nadie parecía mal porque se vivían prácticamente a diario, que arriba, en las Casas Baratas, las broncas y las palizas en un piso se vivían con todo lujo de detalles no solo en los otros pisos del mismo edificio, también en las torres de los alrededores, como cuando Ale el Gordo se volvió loco por culpa de la droga y tiró todos los muebles de la casa por la ventana, con decenas de mujeres en las ventanas gritando y gritando, insultándolo, pidiendo ayuda, pero sin llamar a la policía, que nunca era bienvenida en la Isleta, o como cuando Javi se convirtió en Javi el Braga, el día que lo pillaron en la azotea de su edificio, en donde todos tendían la ropa, con las bragas de su hermana puestas mientras se paseaba por allí, instante que lo marcó de por vida, aunque tampoco es que en el plan de Dios, él figurara como uno de los protagonistas y también acabó perdiendo el camino por las drogas y buscándose la vida como aparcacoches ilegal por la zona del Mercado del Puerto, edificio visitado por todas las mujeres para ir a comprar verdura y al que nadie prestaba atención pese a que el edificio, construido en el siglo XIX, es una joya de arquitectura industrial que además fue realizada por la compañía francesa Eiffel, con empleados que apenas dos años antes acabaron de construir cierta torre conocida en París. Volviendo a Yola, después de la peluquería pasaba frente a la tienda del Mórcoba, que era como la gente llamaba al hijo del dueño de la tienda porque tenía chepa, evitaba la puerta de la ferretería porque allí siempre había una nube de humo de todos los que hacían cola y fumaban y finalmente llegaba a la panadería de la Estrella, en el lugar en el que acababa la Vieja Isleta y comenzaba la Nueva Isleta, o las Casas Baratas, que era como se las veía desde abajo.

Continúa en Una historia de verano – 3 –


Una respuesta a “Una historia de verano – 2”

  1. Yo creo que deberías de centrarte mas en los pervertidos, inventarte avistamientos canarios y demás aspectos culturales y anatómicos… 🙂
    Salud