Una historia de verano – 3 –


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El evento más importante del verano en la Isleta se celebraba a mediados de julio, cuando llegaba la fiesta del Carmen, que en la Isleta tenía su propia Iglesia, muy querida por los pescadores del barrio y por aquellos que habían elegido el camino del julandrismo y que regalaban a su virgen joyas y más joyas. La virgen llegó en el año 1913 y se asentó en el barrio y ganó en fama y devoción, convirtiéndose en la segunda más venerada de la isla de Gran Canaria y la primera de la ciudad. Sin embargo, esa fama también le trajo problemas, sobre todo con los julandritas, que querían engalanarla y emperifollarla como si fuera una drag-queen y en algún momento del tiempo, el cura dijo basta y se provocó la escisión.

De algún lugar desconocido llegó otra virgen del Carmen, que acabó en un garaje cerca de la calle Pérez Muñoz y a esa pronto se le conoció como la Loba Herida, una virgen totalmente en las manos del colectivo julandro que la pintaba y la vestía y la emperifollaba para las fiestas. Para complicar las cosas más, la gente que vivía en las chabolas del Confital también se hicieron con su virgen del Carmen, que mantenían en una de las chabolas y a la que ellos adoraban, aunque esa era la más pobre de todas y por si no fuera bastante, un julandro peleado con el resto optó por agenciarse una cuarta virgen del Carmen que puso en el salón de su casa, un cuarto que daba a la calle y engalanó a la virgen y la habitación y abría la ventana para disfrute de vecinas, mayormente marujas.

Con cuatro vírgenes del Carmen en activo en el barrio, los problemas estaban garantizados, sobre todo porque los de la Loba Herida, decidieron que su virgen tenía el mismo derecho que la oficial a hacer su procesión y en su ruta, ambas vírgenes coincidían en una esquina.

Yola se levantó tempranísimo ese dieciséis de julio para no perderse la procesión que comenzaba a las cuatro y media de la mañana. Con su madre, con sus primas y con todas las verduleras del barrio, bajaron por la calle Pérez Muñoz hablando a grito pelado, que es la única forma de hablar permitida en la Isleta, en donde si no se te puede oír en un radio de cien metros, estás haciendo algo mal.

Algunas de las hembras llevaban sillas porque aquello iba para largo, ellas lo que querían era estar en el lugar adecuado, en el momento oportuno, en aquella esquina a la que llegarían desde dos calles diferentes, las dos vírgenes, la de la iglesia y la Loba Herida, cada una con su procesión correspondiente y al cruzarse, saltarían las chispas. Aún medio dormida, Yola se sentó en la acera a esperar, aún en la penumbra de la escasa iluminación callejera, mientras multitudes trabajaban creando alfombras con serrín pintado en la calle, ponían flores en las fachadas y en las ventanas y balcones, se iban acumulando espectadores.

Yola había oído las historias de este encuentro, relatos que su madre y sus tías contaban una y otra vez mientras se descojonaban y sentía que este año que le habían permitido acudir, había dejado de ser una niña y se había vuelto una mujer.

Pasó el tiempo, se retiraron coches de las calles, llegó más y más gente que empujaba desde detrás de ellos para hacerse un hueco y todo el mundo hablaba, o gritaba. A un lado, las mujeres, con sus niños, los viejos con demasiado tiempo libre y al otro, los julandrones, todos vestidos con trajes de faralaes, maquillados hasta parecer bocetos de algún pintor expresionista, con zarcillos enormes y horteras y labios que encandilaban de lo rojo que se los pintaban. Ellos también gritaban y miraban a las mujeres del otro lado con odio. Pronto se hizo el silencio, cuando alguien avisó que llegaba la virgen.

Nadie lo tenía claro pero algunos decían que seguramente los de la Loba Herida esperaban cerca y cuando oían que la otra llegaba, se lanzaban porque ambas vírgenes llegaban a la esquina al mismo tiempo, desde direcciones distintas, una con su cura, con sus monjas, con sus hembras pías, con sus devotos, en su trono, mientras la gente le cantaba y le aplaudía y le gritaba guapa y la otra, también entronada, con un trono aún más grande, aún más espectacular y rodeada de una procesión de julandrones que parecían viudas y que lloraban y lanzaban gritos desgarradores y agitaban esas uñas postizas de diez centímetros de largo.

Ambas vírgenes se acercaban y en la calle, entre el público, la tensión se incrementaba, todos sabían lo que iba a pasar y cuando por fin las dos vírgenes estaban una frente a la otra, alguien lanzaba una provocación y comenzaba la batalla, los julandrones, iban a por las beatas, a arañarlas, a pegarles, las beatas, las mujeres, los viejos, todos atacaban a los julandrones y alguno seguía cantándole a la virgen mientras nadie le prestaba atención porque en ese instante, el protagonismo era del pueblo.

Allí corría la sangre, de arañazos, allí se arrancaban pelucas postizas, allí se repartían bofetones y se insultaba con saña, allí, aquellas dos imágenes, eran testigo de lo que la devoción, por cada una de ellas, podía hacer y como se podía transformar en odio.

En algún momento, Yola se tuvo que proteger con la silla porque delante de ellas, la batalla era campal, estaba todo tan fuera de control que si te descuidabas, recibías y ella solo había ido para ver y para ser testigo de aquel acto de una fe que definitivamente se desbordaba ese día. La policía local pronto trató de separar ambos grupos, algo que todos sabían que era imposible y cada una de las vírgenes, con sus portadores, fue retrocediendo por el camino que habían venido.

Yola lloraba de la risa y su madre gritaba tanto a su lado que era imposible pensar algo. Cuando la batalla comenzó a calmarse, la policía hizo lo que hacía todos los años, puso orden y decidió que primero pasaría la virgen del Carmen, la legítima y después la Loba Herida.

Yola y las demás gritaron y aplaudieron a rabiar a la virgen del Carmen y cuando llegó la otra, la Loba Herida, la abuchearon. Después, recogieron sus sillas y volvieron a sus casas, contentos por una experiencia tan religiosa.

Continúa en Una historia de verano – 4 –


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