Todos sabemos que el 2020 es un año para borrar de nuestras memorias, para ignorarlo y negarlo y yo creo que incluso los calendarios deberían pasar del 31 de diciembre del 2019 al 1 de enero del 2021 y ningún ser humano (grupo que excluye a las ratas miserables de los truscolanes) debería admitir la existencia de ese año. Podemos decir que igual que cada cien años desaparece un día bisiesto para cuajar el calendario, cada dos mil y pico años quitamos un año entero por lo mismo.

En este asqueroso dos mil veinte que aún no ha terminado, ir al cine se ha convertido en una profesión de riesgo y en una misión casi-imposible. Durante dos meses y medios los cines estuvieron cerrados en los Países Bajos y de nuevo en noviembre, durante quince días, con lo que han habido tres meses en los que no me fue físicamente posible entrar a un cine. Además, la mayor parte de los estrenos del año se cayeron de la cartelera y o se estrenan directamente en plataformas de pago o están retrasados hasta nadie sabe cuando y la calidad de las películas en los cines ha caído tanto que estos han tenido que tirar de viejos clásicos. Pese a todas las dificultades, ayer, veintinueve de noviembre, fui a ver la película número DOSCIENTOS, lo cual demuestra que mi capacidad para ver cine es casi infinita, ya que entre los meses de junio y noviembre, en un intervalo de seis meses, he visto CIENTO CINCUENTA Y UNA PELÍCULAS. Mañana haré una de esas anotaciones similares a las de los años anteriores pero hoy nos limitamos a celebrarlo con el cutre-vídeo que hice para mi istagrame con los pantallazos de todas las películas que he ido a ver: