Los niños del puente


Casi todos los fines de semana y por la tarde, en el puente que está cerca de mi casa y que pasa por encima de la autopista, hay un numeroso grupo de chiquillos, a veces jóvenes, en alguna ocasión hombres, que están con sus cámaras y objetivos haciendo fotos de los coches que pasan por la autopista, que en el lugar tiene diez carriles, cinco en cada sentido y en cada uno de los sentidos, separados entre tres carriles en el centro y dos en el extremo, que la autopista, al llegar a Utrecht, se divide de esa manera para que el tráfico que no va a salir en la ciudad siga por el medio y solo los coches que tienen su punto de destino (o de origen) en el lugar, usen los carriles exteriores, aunque tanto unos como otros tienen limitada considerablemente su velocidad máxima para minimizar el ruido y la contaminación, que al parecer los coches contaminan menos despacio, aunque eso igual nos lo pueden confirmar y explicar los culocochistas, que todos sabemos quienes son.

Yo nunca les he preguntado nada a estas bandas de chiquillos, seguramente con las viejas cámaras de sus padres, que se pueden pegar horas allí oteando la autopista en busca de algún tesoro que me resulta imposible de comprender. El domingo, cuando salí a hacer la discreta y modesta caminata que conté en Caminando y caminando, los vimos al regresa y mi amigo me preguntó qué coño sucedía en el lugar, a lo que le respondí que no tenía ni puta idea ni tampoco me preocupaba. Como el hombre es de esos que no puede vivir en sí cuando tiene la respuesta tan cerca, se acercó a los chiquillos, que inmediatamente se pusieron en guardia pensando que se les aproximaba un presunto tocador de niños, aunque no llevaba sotana, pero como igual están de incógnito, lo mejor es no fiarte nunca y tras saludarlos y desearles todo lo mejor, siempre, que es lo que nunca le deseamos al marico hechicero de Ginebra, que todos recordamos de historias pasadas, les hizo la pregunta. Los chiquillos le dijeron que es que en el tiquitoque ese, es muy pero que muy popular lo de los coches super-hiper-mega especiales, así que están allí esperando que pase uno para grabarlo durante unos segundo y así tener el reconocimiento de los miles y miles de panolis como ellos que se les pondría morcillona si tuvieran la edad al ver un cacho de hierro enorme y supuestamente espectacular. Uno de ellos nos dijo que el día más feliz de su corta vida fue cuando grabó un culocochista que conducía una máquina que al parecer cuesta casi medio millón de leuros y que recibió la admiración y la envidia dañina del resto de los mirones de coches, que debe ser como se denomina esta fauna tan especial. Mi amigo entró en modo abuelete y comenzó a contarles todas las cosas tan fabulosas que hacía cuando tenía su edad, las aventuras que vivió con sus amiguitos, las escapadas en los campos neerlandeses, los safaris por canales, la lucha contra molinos de vientos, la pesca en ríos y canales y un montón de cosas más pero los chiquillos lo miraban como si fuera el enviado de truscoluña, que no es nación, o del diablo. Para ellos, lo divertido es estar sobre un puente que está en una autopista, mamando contaminación de los miles y miles de coches que pasan por debajo, con una cámara de fotos y esperando que en algún momento, pase ese coche tan especial que les conceda sus tres segundos de gloria en el tiquitoque.

Creo que mi amigo salió de allí deprimido porque visto lo visto, esta nueva generación no parece tener salvación, que yo también pienso que donde se ponga una guerra con la chusma y la gentuza de la calle Guayadeque o de las casas baratas, que se quite lo demás, o una buena partida de policías y ladrones, o del juego del pañuelito, o saltar la burra, que mira que hacíamos cosas interesantes, o de meternos ilegalmente en la zona militar de la Isleta, ir al campo de tiro a recoger balas que no explotaron, llevárnoslas, ir al campillo, hacer una hoguera en la que las balas están en el interior, parapetarnos y ver como explotan y salen disparadas. Aquello sí que eran aventuras inocentes y sanas y no lo de ahora, que ni siquiera están expuestos a JuandeDios, como nosotros, que se sentaba con una silla de playa frente al campillo para enseñarnos la polla y los güevos y nuestras madres, que sabían que era un pervertido, nos decían que no nos acercáramos a él pero que no dejásemos de ir a jugar allí.

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