El fin de semana pasado visité a unos amigos para conocer a su hija recién nacida, o más bien nacida hace casi dos meses. Entre las diferentes formas que los holandeses eligen a la hora de presentar a la gente a los chiquillos, ellos optaron por las visitas personales, más íntimas y agradables. Como yo no tenía prisa alguna, habíamos acordado hace cosa de un mes que me pasaría por su casa el domingo por la tarde a tomarnos un par de cafés, charlar y ver a la niña. Tenemos otro amigo común así que le sugerí que les comentara algo y viniese conmigo el mismo día y así pasábamos la tarde todos juntos. Una vez quedó la cosa organizada, nos olvidamos de todo y continuamos con nuestras vidas.
El sábado tuve uno de esos días en los que te faltan horas, minutos y segundos. Desde bien temprano andaba por tiendas comprando cosillas. El regalo por el nacimiento del bebé lo tenía claro, un bono-regalo de Prenatal para que se compren lo que quieran o necesiten. Algo que llama la atención en los Países Bajos es que en este tipo de eventos, la gente no se gasta demasiado dinero y el regalo normalmente es de veinte euros o menos. Esto siempre me ha llamado la atención ya que en España, haces un regalo por esa cantidad y te ponen en la lista de los miserables. Me apetecía regalarle algo a los padres y como nuestra relación siempre ha orbitado alrededor de la comida, ya sea viniendo a mi casa a encochinarse o yo yendo a la suya para lo mismo, opté por preparar algunos dulces y llevarlos conmigo. A estas alturas de la partida ya sé que mis galletas y mis magdalenas son deliciosas, pero quería empaquetarlas de alguna manera especial, que parecieran un regalo, uno hecho con mucho cariño. La gente que lo iba a recibir lo tienen todo, tienen unos sueldos anuales de cinco dígitos cada uno, tienen una casa que te deja con la boca abierta y se les ve felices y ahora encima con una hija para redondear su felicidad.
Después de recorrer todas las tiendas de cocina de Utrecht y de comprar un montón de cacharros que no necesito, encontré lo que quería en el único lugar en el que no esperaba hallar nada. Con mi mochila a reventar entre las cosas que compré en el mercado y en las tiendas, me fui a Amsterdam ya que había quedado con el Niño para una sesión de cine y al regresar a casa me puse manos a la obra.
Lo primero que hice fue unas galletas de chocolate.
Me quedaron deliciosas y no pude resistirme y me comí un par de ellas. Después me puse y preparé la masa para hacer galletas de mantequilla y la dejé reposando ya cortadas en la nevera durante la noche. Por la mañana, encendí el horno y las terminé.
Con el cuento de que el horno ya estaba caliente y era una pena desaprovechar esa infraestructura, en un par de minutos tenía preparada la masa para las magdalenas y también cociné una tanda de las susodichas.
Las hice con un trozo grande de chocolate en su corazón y una cucharadita de confitura de frutas del bosque, además de escamas de chocolate mezcladas con la masa. De estas magdalenas hago entre 24 y 48 por semana y la gente parece que no se cansa nunca de ellas. He perdido la cuenta pero de mi horno han salido miles y las hago sin pararme a pensar, aunque siempre respetando las medidas de la receta.
Mientras se enfriaban las galletas de mantequilla y las magdalenas se cocinaban empaqueté las galletas de chocolate. Para hacerlo compré un papel de regalo transparente y cinta para envolver los regalos.
Nunca se me ha dado muy bien lo de envolver cosas pero con un poco de esfuerzo y tras varios intentos me salió un paquetito muy curioso y que dejaba ver su contenido, que era algo que yo quería.
Cuando las galletas de mantequilla se enfriaron hice lo mismo con ellas, solo que en esta ocasión preparé dos paquetes similares.
El objetivo era no solo regalarle a los padres de la niña recién nacida, sino también darle unas galletas a la pareja que me acompañaba y que también son muy buena gente.
Las magdalenas las empaqueté en grupos de a dos e hice cuatro pequeños paquetes, uno por persona:
Al final salí de mi casa con un paquete de galletas de chocolate, dos de galletas de mantequilla y cuatro bolsitas con dos magdalenas cada una. A la hora de repartir los regalos, ninguno se lo esperaba y todos quedaron muy agradecidos. Por la noche cenaba con otros amigos en un café de Utrecht y me llegaron los mensajes y los correos, a todos les habían gustado y me felicitaban porque estaban deliciosas. El lunes llevé las galletas que me sobraron a la oficina y las repartí entre un selecto grupo de compañeros y las cuatro magdalenas me las comí entre el lunes y el martes para desayunar.
A la enorme satisfacción que resulta el cocinar, algo que a mí me produce un gran placer, saber que la gente le ha gustado lo que has hecho hace que te sientas aún mejor. Hoy mismo le di un caldero de sopa de castañas a mi vecino y al hombre le brillaban las pupilas cuando sujetaba el caldero entre sus manos y ya se imaginaba mañana almorzando esa deliciosa sopa. No me entra en la cabeza como puede haber gente que prefiera perder media hora de su vida viendo la tele en lugar de entrar en la cocina y crear algo fantástico y seguramente infinitamente más sano que cualquier cosa que ya te venden preparada en el supermercado o que pides para que te traigan a casa.