Normalmente entro y salgo de mi casa por la puerta trasera, la que da al gigantesco jardín con el que Dios me ha premiado por ser una bella persona y detrás del mismo hay un pequeño parque con árboles, matorrales, y una zona para que jueguen los niños, ya sabéis, lo típico de cualquier casa de ciudadano de clase media que vive en una ciudad diseñada para que los habitantes no tengan que desquiciarse en torres de papel cebolla que se agrietan a la mínima y en donde el único verde que podéis ver es el de los hongos de la nevera. En los dos años que llevo en mi casa he visto solo en dos ocasiones al vecino más especial que tengo, un precioso erizo cuya residencia está en el parque. Mi segundo encuentro fue hace un par de meses en uno de esos días en que el verano reapareció por sorpresa y salí a pasear durante un par de horas. Cuando volvía a casa me encontré al señor erizo en la puerta y aproveché para hacerle una foto con el móvil.
Si no fuera por todo ese manto de espinas lo habría cogido para hacerle unas cuantas fotos y después devolverlo a su casa pero al final no me atreví y cuando regresé cargando la artillería pesada ya había desaparecido.