La humanidad avanza a trompicones y no sucede muy a menudo que una generación pueda ser testigo de un cambio significativo en ese avance. Nuestros abuelos y los suyos y los de estos otros vivieron en sociedades empantanadas en las que el cambio social no era posible, heredaban usos y costumbres de sus padres y los transmitían a sus hijos. Nuestros padres, ese grupo que creció tras la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, se liberaron de muchísimas ataduras y rompieron con el sistema. No aceptaron sumisos el legado que les venía impuesto y optaron por la revolución. De aquellos lodos surgimos nosotros, frutos de los guateques, parrandas y jolgorios en los que se convirtieron los felices setenta. Por suerte o por desgracia crecimos en un mundo nuevo, distinto, en el que las reglas se escribían día a día y en donde aquello que fue ya no era. Nosotros adoptamos Internet y nuestros descendientes no sabrán vivir sin ella. Solo Dios sabe a donde nos llevarán estos cambios. En esa sociedad en la que crecimos, pulsante y ávida de cambio, antiguas figuras que tenían su relevancia y que ayudaban a mantener la unidad del conjunto vieron como su papel se desmoronaba, como ya no eran necesarias y en silencio se están extinguiendo. Hoy quiero añadir al Hembrario un nuevo grupo, una saga de mujeres legendarias de las que ya no se habla y a las que debemos rendir tributo. Hoy hablaremos de las Farfullas.
Comencemos por decir que el RAE únicamente reconoce a las Farfullas como personas que hablan balbuciente y de prisa. Por supuesto la palabra solo tiene género femenino. Era impensable el creer que un hombre pueda hablar de esa forma. Sugerirlo sería una ofensa que clamaría al cielo por venganza. En la Isleta, ese paraíso en el que crecí y en donde el saber popular te calaba desde muy pequeño, la palabra farfulla servía para identificar a unas mujeres muy específicas, un pequeñísimo grupo con una misión en la vida. Conviene recordar que cuando éramos niños, cada calle era un barrio, un ente completo con un universo cerrado de personas. Un pequeño grupo de calles formaban la Parroquia, unidos por Dios y la Iglesia, aunque malamente aceptábamos que aquellos extraños con los que teníamos que compartir catequesis fueran de los Nuestros. En la Parroquia se establecía una jerarquía de mujeres al servicio del cura, ese cuervo negro que siempre andaba tramando algo. Su ejército se componía de Beatas y Farfullas. De las primeras ya hablaré algún día porque hay mucho que decir. Las Farfullas eran las mujeres que se encargaban de distribuir la información en el barrio, las que marcaban con su verbo a otras y las acusaban de cosas que no habían cometido. La misión de las farfullas era neutralizar al enemigo, desarmarlo antes que pueda atacar y mantener la fe y la inmoral católica entre los límites de la parroquia. Montaban campañas de infundios contra alguna pobre desgraciada que seguramente lo único que había hecho es no acudir a misa lo suficiente o no atender las necesidades del cura y se ensañaban contra estas mujeres sembrando cizaña. De los labios de las Farfullas surgía la acusación de pelanduscas, ellas eran las que lanzaban esa primera piedra contra las que consideraban sus enemigas. Estaban protegidas por los representantes de Dios en el barrio, que las usaban para controlar a los sujetos rebeldes. las Farfullas se movían con total impunidad señalando con su dedo acusador sin necesidad de recopilar pruebas. Las podías ver en corrillo a la hora de la misa, en la parte de atrás de la iglesia, compartiendo información y fabricando campañas contra aquellas que no eran como ellas.
Las Farfullas tuvieron su razón de ser durante siglos porque estaba mal visto que fuera el cura quien tirara la primera piedra pero a pesar de ello este necesitaba sus soldados y los encontró en estas mujeres de lengua bífida y afilada que no dudaban en lanzarse contra otras de su misma especie por conseguir un halago del sacerdote, una palabra que las acercara más al cielo en el que creían y en el que toda esa basura del Reino de Dios no se basaba en ser bueno con el prójimo sino en estar a bien con la jerarquía eclesial. No existían los farfullos porque esta tarea les estaba reservada a las mujeres. El hombre trabajaba y se marchaba del barrio para realizar sus tareas mientras que ellas quedaban atrás, manteniendo el nido y criaban a los hijos. Nunca sabremos si realmente fueron necesarias pero sí que podemos afirmar que están desapareciendo, que con la agonía de la cultura de barrio, tanto los curas como las Farfullas han quedado obsoletos, superados por una sociedad en la que la información sobra y está disponible para todos. Si eres joven es muy probable que no las recuerdes, que jamás hayas escuchado a un grupo de mujeres señalando a otra que pasa caminando deprisa por la calle y diciendo en voz baja: esa es una Farfulla y no sabes la suerte que tienes porque de las farfullas nunca se sacó nada bueno.
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