Todo ser humano que se precie respeta a su peluquero por encima de todas las cosas. No hay nadie que tenga una misión más sagrada que aquellos que han de tocar nuestros cabezones y apañarlos para que estéticamente resultemos agradables a la parroquia. Ya seas hombre o mujer, tendemos a mantener unos vínculos sagrados con estos mensajeros del señor que después de escuchar nuestras indicaciones, hacen lo que les da la gana. Algunos son infieles y los traicionan con desconocidos. En esto pasa como con el sexo, que siempre hay mala gente que no tiene suficiente con lo que le ha tocado y trata de mojar en plato ajeno.
Yo predico con el ejemplo. Llevo desde los diecisiete años yendo al mismo. Jamás, repito, JAMÁS lo he traicionado. Cuando me mudé a los Países Bajos, puse a Dios por testigo que nunca faltaría a mi promesa y así estamos hasta hoy día. Yo acudo a las Canarias al menos cinco veces al año para pelarme y ver a la familia y amigos. Mi peluquero sabe que sobre mi cabeza no han habido otras manos cortando mi pelo. He tenido ofertas muy tentadoras que he rechazado sin un segundo pensamiento. Hace años, la chola Patricia se ofreció a pelarme y calibrarme lo que se prestara gratuitamente. Aquellos que me seguís desde el principio la recordaréis. La chola Patricia era el putón aquel que parecía un gremlin y con el que salíamos al principio, la misma que secuestró a una peruana para usarla como empleada del hogar y prostituirla. Todo lo que os diga de esta zorra es poco. A ella no le conocíamos oficio y a su peluquería ilegal no acudían ni los mosquitos. Vivía como una reina con los aguinaldos que conseguía poniendo el coño en bandeja a viejos verdes y pervertidos varios. Además de esta pájara, han habido varios intentos de rectificarme la peluca y siempre los he rechazado. No todos pueden decir lo mismo. Yo cada año en diciembre me transformo en El Pelos y juego con la melena como ya os he mostrado también aquí y aquí. Si rompiera mi palabra, esto no sucedería pero me niego a faltar a ese juramento sagrado.
Todo esto viene a cuento porque algunos de mis amigos no son como yo. El chino, sin ir más lejos, cambia de peluquería en cada ocasión. Nunca está satisfecho con el pelado escupidera que le hacen, que siempre es el mismo. El asiático acabó con los barberos turcos de la ciudad y ahora está haciéndose la gira de las peluquerías regentadas por holandeses. En estas paga un montón y el resultado es siempre el mismo. Cuando viaja a China se niega a que lo pelen allí, aunque pienso que debe ser porque su antiguo peluquero debe estar esperando a que se siente en la silla para rebañarle la garganta por traidor. Al menos eso es lo que yo haría.
Otro pájaro que tal baila es el turco. A pesar de visitar su país con cierta frecuencia, traicionó a su peluquero y se buscó otro en Hilversum. Al menos lo buscó de su raza, la hereje. Solía ir por allí una vez al mes para que lo retocara y practicar su hereje idioma. Cuando el hombre se mudó a Ámsterdam, olvidó rápidamente a su nuevo peluquero y se buscó otro turco en su zona. En Holanda es tarea fácil ya que casi todos los peluqueros de establecimientos para hombres son de la raza otomana, mientras que las peluquerías de mujeres están regentadas por hembras y miembros del club de los julandros. El nuevo está cerca de su casa, es barato, turco y hetero, con lo que cumple todos los requisitos exigidos. Decir que aquí en estas tierras, si el peluquero tiene una manchilla de aceite en el suelo normalmente quiere decir que es caro, estiloso y altamente peligroso. Hará lo que le salga de la pipa del eso porque es un artista. Por eso es conveniente y necesario el evitar a estos como a la peste bubólica. El turco comenzó con su rutina mensual y todo parecía ir bien hasta el otro día.
Quedamos para ir de compras por el centro de Ámsterdam en sábado. Dos JUÁS como nosotros se tienen que dejar ver por tiendas de moda observando de forma intensa las nuevas colecciones y juzgándolas con sabios movimientos de cabeza y de ser posible, poniéndonos la mano para que cubra la boca, que es la postura que da un mayor toque de sabiduría. En muchas de esas tiendas creen que somos clientes potenciales y nos invitan a café con pastas, por lo que encima merendamos por la jeta. Siempre vamos vestidos con los vaqueros rotos y con las camisetas más arrugadas, que es la moda actual y así nos toman por lo que no somos.
Entre dos de esas tiendas de ropa de usar y tirar a precios abusivos había una peluquería. Las dos tías que acondicionaban las cabelleras eran dos chochas de rompe y rasga, dos tías capaces de empalmar hasta al miembro de la Curia más frío y julandroso. Nos quedamos abobados mirando a través del escaparate mientras aquellas dos diosas esculpían sus obras, con esos pezones turgentes saltando delicadamente, esos labios siliconados moviéndose al ritmo de Dios sabe que bellas palabras y esos ojillos verdes brillando como luceros. A veces me asusta el saber lo fácil que es caer en un estado de abobancamiento. Sólo hace falta un cuerpo de yogur. El turco se restregó la erección contra el cristal del escaparate y allí mismo decidió traicionar a su peluquero. Traté de disuadirlo pero no hubo forma. ?l se tocaba aquella cosa entre sus piernas y razonaba que o entrábamos y se dejaba hacer por aquellas tías o tendría que fornicar de nuevo con la gata de los vecinos. Vista la alternativa, pasamos al local y de inmediato ambas nos regalaron una de esas sonrisas blancas que derriten el casco polar. El sitio estaba decorado en plan moderno, eufemismo con el que ocultamos esas decoraciones de revista barata que deberían ser constitutivas de delito. Las sillas para los clientes eran como enormes tupperwares de colores, bastante incómodas. Una de las chicas detuvo su faena y se acercó a hablar con nosotros. El turco le explicó el plan: pelada y lo que se tercie que para eso estaba el miembro ya preparado. Ella nos evaluó de arriba a abajo, nos lanzó una de esas miradas deliciosas, volvió a su cliente y gritó: Ramiraaaaaa, sal que tienes un cliente. Se oyó movimiento en la trastienda. Ambos nos preparamos para ver a la diosa máxima, la hembra que sublima la raza nórdica y la lleva a niveles de leyenda. Cerré los ojos para limpiar mi cerebro de imágenes y poder grabar el momento para la posteridad. Se abríó la puerta y salió Ramira. Un hombre. O mejor dicho, algo. La Ramira era un pervertido o lo más parecido a uno que he visto en mi vida. Un tiparraco con melena ondulada a lo Rocío QueAsco, con la cara toda pintarrajeada, una perilla a lo Metrosexual de mierda, unas patillas haciendo el rizo de una folclórica y lo peor de todo, unos implantes en las falsas tetas siliconadas que dejaba ver claramente por su camisa de vuelos abierta y entre ambas tetas un mechón de pelo en pecho. Podéis retroceder y volver a leer la descripción porque no pienso repetirla. Algo espeluznante, una mezcla entre tío de Martes y trece y María del Norte. Las uñas eran largas, estaban pintadas y parecían garras de aguilucho.
A mí me dio un repelús instantáneo y de inmediato sentí pena por mi amigo, el cual tuvo que sufrir en carne propia como su erección se iba a hacer puñetas. La lagarterana aquella lo agarró, lo fijó a una silla, le pegó la boca a la cara para escuchar de labios otomanos cual era el pelado deseado y después, entre sobeteos, gemidos y palmadas, ejecutó su faena. Os confirmo que lo peló como le salió de la punta del nabo. El turco trató de rectificar algunos intentos de destruir su cabellera pero ante los oídos sordos del artista terminó desistiendo. Cuando acabó con él era otra persona, hundido, caído en los lodos de la desesperación.
Aún quedaba otra sorpresa por llegar. Cuando le dijo el precio de semejante atropello se nos hizo un nudo en la garganta a ambos. Cuarenta y cinco euros. Es el precio del artisteo de aquel mariponsón. Un inútil con menos arte que cualquier político español le levantó dos billetes de veinte y uno de cinco por perpetrar una escabechina en el rubio pelo de mi amigo el turco. Aún sigo riéndome de su aspecto cuando lo veo. El hombre no dice nada, pero seguro que no vuelve a serle infiel a su peluquero.