Añoranza vecinal


Esto de vivir en una casa de hormigón ha supuesto un trauma del que recién ahora comienzo a recuperarme. Vivir cinco años en una casa de madera te abre todo un mundo de sensaciones. Yo antes compartía las jiñadas con mis vecinos, cuyo baño lindaba con el mío y nos permitía la orinación sincronizada, el compartir momentos roca con pujidos en estéreo y similares.

Al principio creí que me estaba volviendo majareta y que al igual que el chiquillo del Sexto SinSentido yo también escuchaba a los muertos. Dadas mis limitaciones cerebrales tardé un tiempo en darme cuenta que no me estaban hablando desde el más allá sino que más allá de aquella pared contrachapada había una pareja reventando el colchón y aquellos gritos e invocaciones no eran de algún arrendado que había muerto en aquel lugar. La verdad que me tranquilizó saber que la pareja que vivía en la casa de al lado follaba a todas horas y a ella le gustaba radiarlo para que la audiencia del vecindario pudiera compartir su gozo y su dicha. Desde entonces no volví a mirarlos de la misma manera. Hubo un verano que unos amigos vinieron a visitarme y después de un par de días me confesaron que a las tres de la mañana se ponían más calientes que las termas romanas porque en la casa de al lado hacían guarrerías serxuales a toco y mocho. Se convirtió en un clásico el juntar un grupo de amigos y montarnos un festival de SexoVisión en el que un jurado de procedencia internacional procedía a votar una vez se completaba la cópula o para que mis amigos de Telde y de la Isleta lo puedan seguir, una vez acababan de follar.

Esa intensas experiencias auditivas se complementaban con las casas de los grandes hermanos que tenía enfrente. Yo me pasaba las horas bobas allí mirando a los vecinos sin cortinas hacer su vida al aire libre. Eran cuatro apartamentos. En uno vivía un colega que se sentaba a ver la tele y solo sacaba el dedo de la nariz para amasar la pelotilla y jincársela. Este hombre tenía una dieta de lo más completa. Debajo de su casa había un estudiante que los viernes volvía de la disco y se la cascaba en el salón frente a la tele. Terminó por poner cortinas porque la china y su familia lo tenían fichado. Si el de arriba se comía los mocos, el de abajo se tragaba otra cosa y esto juro por los sostenes de Pamela Anderson que es verídico. Le podéis preguntar a alguna gente que pudo ver el chou. En el edificio de al lado vivía una pareja rara. ?l veía continuamente fútbol y ella fumaba desinteresada. Casi nunca los vi hablar. Imagino que dentro de unas décadas se darán cuenta de que en realidad se odiaban a muerte y tratarán de rehacer sus vidas. Ella de vez en cuando salía en tetas al cuarto de la tele y desde mi casa le hacíamos la ola. Se marcharon tres meses antes que yo y su apartamento lo ocupó una chica que se sentaba en la ventana a fumar, con los pies por fuera de la casa. Las mujeres que fuman ya son poco femeninas porque ese vicio afea los gestos y las enmachorra, algo que siempre hemos comentado entre colegas. La tipa esta era como un jugador de baloncesto de grande. Pedazo de tía. Finalmente en el otro apartamento de ese edificio hubo primero una familia irlandesa con dos niños pequeños. Tenían el espejo del dormitorio junto a la ventana y era raro el día que ella no me obsequiaba con un frontal. Como además vivían una planta más abajo, la visión era nítida. Su casa era de dos plantas y en la inferior tenían el cuarto de la tele. Los viernes, más o menos a la hora en la que su vecino de la casa de al lado tocaba la zambomba y se preparaba el tentempié, ellos ponían un saco de dormir en el suelo y ejecutaban esos ritos tribales que la iglesia está empeñada en restringir a la procreación. El turco es un incrédulo y pensaba que yo desbarraba hasta que vino un día a mi casa a cenar. Terminé tirándole un cubo de agua con hielo porque el hombre estaba que se le salían los ojos de las órbitas e incluso de las galaxias. Todos los viernes quería venir a mi casa para ver el espectáculo aquel.

Así que yo vivía en un cuchitril de treinta metros cuadrados de madera, un edificio precioso y en el que no hacía falta tele porque el entretenimiento estaba garantizado por todos lados. Eso es lo que más añoro de Hilversum. Ahora en mi búnker no hay ruidos y alrededor solo viven parejas de ancianos. La vecina más apetitosa tiene cincuenta años y sus pezones los lleva a la altura del cinturón del pantalón extra holgado. Aquí ya no tengo un gran hermano privado que ver cuando me aburro, no hay vidas a las que pueda aplicar rigurosos criterios de observación y por las mañanas cuando me siento en el trono ni siquiera puedo establecer una comunicación con alguien desconocido que está enfrascado en la misma faena. Los vecinos me saludan siempre y se empeñan en tener pequeños detalles que a mí me asustan. Hace unas semanas cuando vuelvo a casa y voy a buscar mi cubo de basura, unos contenedores que sacamos una vez a la semana cuando hay recogida me encuentro conque me lo han robado. Me cago allí mismo en la madre, en el padre y en la puta que parió al cabrón que me ha robado el contenedor, un trasto que el ayuntamiento te da gratis y que guardas en tu jardín. Miro alrededor e incluso me planteo robar alguno de los otros. Todo el mundo los tiene bien marcados para evitar problemas, pero si alguien se considera con derecho a levantarme el mío, yo tengo todo el derecho a hacer lo mismo. Me voy a mi casa mascullando maldiciones guanches que le caigan a ese grandísimo hijoputa que me ha bailado un puto cubo de basura y después de entrar la bicicleta me topo con el contenedor. Una de las vecinas lo recoge después de que lo vacían y me lo trae hasta el jardín, poniéndolo en su sitio. Ni siquiera sé si es la chocha de ochenta primaveras, la de cincuenta o la otra que está en la decimonovena juventud y a la que le gusta ponerse unos trajes floreados con los que posiblemente consiga aparecer en alguna de las próximas fotos de google maps. No tengo ni estómago para preguntarles y averiguar cual de ellas ha sido porque seguro que querrán algo a cambio, que en este mundo la gente solo da cuando espera recibir …

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4 respuestas a “Añoranza vecinal”

  1. Eso de sacar la basura una vez a la semana me gusta, eso junto al hecho de que los holandeses volvieron a la costumbre de reutilizar las cosas (ejemplo de bolsas y cascos de botellas) no como aqui, que las usamos y las tiramos como si nos fuera la vida en ella.
    Aqui, dia si, dia tambien la gente sacamos nuestras bolsas llenas de basura, de todos los envases plasticos que usamos.

  2. Ahora que tengo contenedores separados para los vegetales y para el resto mola, pero cuando vivía en el apartamento de Hilversum era un coñazo, sobre todo en verano. Cuando hacía mejillones tenía que ponerlos en una bolsa y tirarlos en alguna papelera de zorrudo o me moría en la casa con aquellas conchas macerándose en la basura durante días.

  3. juassss, si, el verano es lo peor para eso. De todas maneras, cerca de mi casa habia un contenedor para compos, y alli echábamos lo órganico … por cierto, olía mal, pero mal mal

  4. no creo que el olor pudiera superar a la papelera de la esquina de mi calle el verano que mi hermana la regaba de pañales con mierda y yo con mejillones. Aquello era un chiquero. Lo hacíamos de tapadillo por la noche cuando no había nadie y como las papeleras se vacían también una vez por semana y a aquella le daba el sol todo el puto día, era increíble la de metano que se generaba en aquel rincón del universo.