Cada día cuando me levanto sé que por delante tengo una gran aventura, un nuevo episodio en una historia increíble que se va escribiendo al mismo tiempo que yo la descubro. Cada día es único, irrepetible, lleno de momentos que pueden ser buenos, regulares o malos. Todos comienzan de la misma manera, cuando soy consciente, cuando estoy aquí, allá, en algún lugar. Hoy ese momento llegó con un sonido como de algo escarbando y lo primero que pensé fue en la rata enorme que debía estar arañando el tejado de mi casa o tratando de bajar desde el ático. Fue un pensamiento al que siguieron otros en los que mi cerebro determinaba los posibles caminos que puedo tomar. Atacar o huir, matar o matar, pedir ayuda a profesionales o hacerlo yo mismo. Aunque le pueda tener asco a una rata no creo tener ningún problema en matarla, sobre todo cuando siendo niño mi madre, mi tía y mi abuela me traumatizaban encerrándome en el patio de las flores con un escobillón y no me dejaban salir hasta que acababa con todos los ratones que habían descubierto. El primero te da miedo pero pronto aprendes que ellos tienen más miedo que tu y ahí es cuando aflora la crueldad que todos llevamos dentro. Hoy comenzaba el día escuchando esos arañazos y en mi cabeza revoloteaba el recuerdo de algo que sucedió hace más de dos décadas cuando comprendí que en realidad no habían ratas o ratones, que lo que escuchaba era el sonido que hace el trasto con el que la gente quita el hielo de los cristales del coche. Me levanté y me asomé para deleitarme con ese aspecto mañanero de mi calle cubierta por el hielo. Era nuestra segunda helada de estos días y la he celebrado como si fuera la primera en mi vida.
La calefacción de mi casa ya andaba trabajando cuando entré en la ducha. Me gustan los días fríos. Es algo que los holandeses no pueden entender igual que yo no entiendo como pueden querer vivir en paraísos tropicales. Yo acabé hasta el moño de la primavera eterna. Muy bonita, muy agradable, pero tan monótona que te carcome la moral. Después de desayunar y lavarme los dientes me preparé para salir. El termómetro marcaba dos grados bajo cero. Sobre la mesa de la cocina dejé un regalo para la señora de la limpieza, una tarjeta de Navidad y lo más importante, el dinero que recibe por su trabajo. Pedaleé hacia la estación de Utrecht con alegría. El frío te despeja. El frío también hace que la gente se desplace feliz, por todos lados veías las caras de aquellos que como yo creen que es maravilloso el tener por fin un día de invierno. En algunos de los canales el hielo comenzaba a formarse.
El tren era más corto de lo que suele ser habitual y se llenó hasta la bandera pero no me importó. Por el camino cruzamos Hollandse Rading y pudimos ver los campos cubiertos de escarcha, un manto blanco precioso. Al llegar a Hilversum pedaleé hasta la oficina escuchando un podcast y disfrutando con el callejeo en bicicleta. De la parte trasera de mi bici salía un extraño artilugio, como un espolón. Era parte del monopod ya que hoy llevaba conmigo mi cámara. Cada día es una aventura y la de hoy podía ser fotográfica.
Cuando entré en nuestro edificio la recepcionista me recibió con un abrigo de invierno y me dijo que me preparara porque la calefacción se había estropeado. Ni siquiera eso podía arruinar mi día. En mi despacho la temperatura era de once grados. Mi jefa estaba con un abrigo y guantes maldiciendo su ordenador porque se le había bloqueado. El mío funcionaba perfectamente, en parte porque procuro no apagarlo nunca y así no padecí el problema general que hubo para aquellos que se conectaban a la red de la empresa. Una compañera nos invitó a tarta para celebrar su cumpleaños y pedía que fuéramos todos para ayudar a calentar su despacho. Antes de eso fui a hablar con otro colega que tiene una pequeña calefacción en su despacho. Era como ir al campo, la gente entraba a calentarse las manos en aquel cacharro. Celebramos el cumpleaños durante casi una hora.
A la hora de comer me reuní con mi amigo el Moreno. Otros prefieren apalancarse durante tres cuartos de hora en la cantina de la empresa y comer comida basura mientras escuchan las mismas historias contadas por los mismos protagonistas. Nosotros nos fuimos en coche a un lugar en el medio de de Hei, cerca de Hilversum. Es un sitio con una vegetación muy peculiar y en donde las dunas están recuperando el terreno que perdieron durante varias décadas. Allí, solitario, un pequeño pájaro del que no recuerdo su nombre y que se alimenta de ratones viene a pasar el invierno y alguien lo había visto por primera vez hace una semana. El viernes ya habíamos caminado por el lugar y lo vimos. Hoy teníamos nuestras cámaras, los monopods y los abrigos. Fuera del coche la temperatura era de tres grados bajo cero. De Hei lucía la misma capa de escarcha que había visto desde el tren. Caminamos durante veinte minutos hasta que encontramos al pájaro y le hicimos algunas fotos pero estaba muy lejos. Después nos tropezamos con un señor que acude a aquel lugar todos los días desde que se retiró hace ya varios años. Lleva unos binoculares y su cámara y conoce todas las aves que se pueden ver en el lugar. Siempre nos cuenta grandes historias. Hoy su preocupación es que pronto tendrá que pasar por el quirófano por culpa de un cáncer de piel que ha pillado por pasarse la vida expuesto al sol sin protección alguna. Otra persona andaría amargada pero ese señor no le daba más importancia y estaba más interesado por una presentación que va a dar en un club de amigos de las aves al que mi amigo el Moreno también pertenece. Después de charlar seguimos caminando y nos tropezamos cuatro veces más con el ave, un pequeño pájaro blanco que sabe en donde encontrar ratones y hace su trabajo con gran eficiencia.
Al volver al trabajo la calefacción central ya estaba reparada y los radiadores vomitaban calor a destajo. La habitación permaneció fría hasta que nos marchamos. Llegué a la oficina de noche y me marché de noche. Es lo que tienen los días tan cortos. De camino a la estación paré junto a un buzón para echar la última postal, la de mi amigo el Niño que se me había olvidado o más bien a la que no le puse sello por despiste. En el tren aproveché para estudiar algo de holandés ya que mañana tengo un examen.
Fui andando al supermercado para disfrutar del aire frío y seco. De todas las casas salían hilos de humo y en las ventanas, puertas y jardines las horrendas y atroces decoraciones navideñas me recordaban que ya casi es la hora de volver a Gran Canaria por Navidad. Al volver a mi casa cené y me puse a estudiar. Y así hasta ahora.
Al final ha sido un día con aventura, con hielo, frío, una calefacción estropeada, un paseo por la naturaleza, fotos a un pájaro único y que vuelve cada invierno al mismo lugar, de cumpleaños y de estudios. Cada día acaba con el recuerdo de la aventura que he protagonizado. Seguro que mañana habrá otra ??