Ayer veía una película en el cine y en un momento determinado hay una escena tan hermosa que se me saltaron las lágrimas. No había diálogos, no moría nadie, no era el típico momento de llorar provocado a postas. Era únicamente una imagen bellísima, una forma de expresión que fue capaz de revolver algo en mi interior y tocar en el punto preciso. Al hilo de esto me quedé pensando en lo relativo que es todo, en como somos seis mil millones de máquinas independientes que aunque están programadas con las mismas instrucciones son capaces de funcionar en modos totalmente distintos. Hay gente que no llora nunca, que parecen incapaces de expresar emociones de esa forma y ni siquiera sabemos si tienen otro mecanismo interior que les ayuda a liberar la presión, porque al final el llorar no es más que una válvula. Yo no creo ser del tipo llorón pero sí que no tengo problemas en soltarme cuando en alguna historia hay un momento dramático, o en un buen libro en el momento trágico en que se nos muere alguno de los protagonistas y ya los sientes como parte de ti. También he llorado en lugares tan hermosos que saturan todos mis sentidos. Recuerdo una puesta de sol en Ameland, una de las pequeñas islas del norte de Holanda, un sol rojo y enorme que se escondía y en el agua veíamos focas nadando y jugando entre ellas. Fue algo que no se puede expresar con palabras, algo increíble. También me sucedió en Omán, estando en Sur, un sitio inhóspito en el que la naturaleza manda y en el que el sol sale a una velocidad de vértigo. Pasamos de la oscuridad completa a plena luz del día en menos de cinco minutos, con una gama de colores fascinante. De nuevo fue algo muy hermoso. En Sudáfrica lloré tras ver los leones, leopardos, elefantes, búfalos, rinocerontes, cocodrilos, jirafas. Nunca pensé que llegaría a ver esos animales en libertad y estar allí aquel día fue mágico.
Se puede llorar por rabia pero yo no soy muy de esos. Prefiero el ataque y la destrucción total. Doy vueltas buscando el punto débil del enemigo y cuando lo encuentro golpeo sin parar hasta destruirlo. No suelo detenerme cuando he vencido. Prefiero no dar oportunidades para la venganza. Solo hay una oportunidad para enseñar a tus enemigos la lección y ha de ser claramente comprendida. En España esto parece ser algo que tenemos que hacer continuamente, sobre todo en el terreno laboral. Mi experiencia de trabajo pre-holandesa es que siempre estábamos metidos en alguna guerra contra alguien, ya fuera dentro del departamento, o de la empresa o contra otros. Nunca perdí una de esas guerras y los que recibieron el palo aún se deben acordar. Puedo entender a los tipos que están en medio de refriegas en Países inestables y toman cada día las decisiones de las que penden las vidas de unos y otros. Yo podría hacerlo. No me temblaría el pulso. Evaluaría a mi enemigo, buscaría sus puntos débiles y golpearía a fondo. Por supuesto me sobrarían las convenciones que se han firmado para hacer de las guerras un ejercicio civilizado, yo prefiero más el juego sucio, las artimañas y el despliegue de una maldad sin límites. Por suerte no estoy en una de esas situaciones y en Holanda no hay guerras en la empresa. Funcionamos como un equipo, avanzamos lentamente sin dejar a nadie atrás. Es algo que antes me sacaba de quicio pero a lo que he terminado por acostumbrarme. No hay celos contra otros, no hay juego sucio para ponerte la zancadilla, no hay marrones volando esperando golpear al despistado, cada uno hace su trabajo y punto.
Volvamos al asunto del comienzo. El llorar. Pese a lo que se pueda creer no es nada malo, no hay nada de lo que avergonzarse. Llorar es una de las maneras que tiene la máquina sobre la que funcionamos para liberar energía que le sobra, para reajustarse y recuperar el equilibrio. Muchas veces sucede en situaciones extremas, de tristeza o alegría máxima, de dolor, de desesperación y aquello que dispara el mecanismo puede ser algo muy simple y sencillo. No dudes en llorar si te lo pide el cuerpo.