Ya sé que soy extraño y que me fijo en cosas que a los demás les pasan desapercibidas. Seguramente tendrá algo que ver el que me alimentaron con el preparado lácteo Millac cuando era pequeño, esa pseudo leche que se consumía masivamente en las Canarias y que nos atrofió a todos. A unos los hizo chandaleros, a otras pencas, a otros directamente gilipollas y a mí me convirtió en Pedro Sartén. Las Canarias se me quedaron pequeñas muy pronto. Tuvo mucho que ver el haber conocido el mundo desde pequeño, esos dos veranos en los Estados Unidos, las vacaciones en Galicia, en Madrid o en Barcelona y los amigos en Alemania y la península. Pronto supe que en Gran Canaria no había sitio para mí, al menos no el que yo quería y esa certeza provocó la chispa que produjo el trabajo en los Países Bajos y mi emigración a estas tierras bárbaras del norte.
Y aquí ando, disfrutando como un enano con todo lo que sucede a mi alrededor. No hay dos semanas iguales y no tengo tiempo para el aburrimiento. Cada siete días forman un capítulo de un libro alucinante en el que se escriben cosas asombrosas. Este último capítulo ha sido el de la cena con mis amigos sudafricanos, el de la lluvia imparable y la estancia en Kamerik cocinando para mis amigos y acabando a las tres de la mañana en el jardín fumando un puro mientras un hornillo nos calentaba. También ha sido el del rodaje de televisión del que quizás hable uno de estos días y el del Zeskamp, evento del que hablaré y profusamente en la semana entrante. Igual hasta me animo y pongo alguna foto, si es que salió alguna bien, que no las he tomado yo y aún no he comprobado el resultado. He llegado al domingo tan cansado que mañana tendré que esconderme en algún rincón de mi empresa y tratar de recuperarme, ya que tengo cena con mi jefe y su novia y tendré que dar lo mejor de mí mismo ya que se espera mucho de mí. La semana entrante se prevé tan caótica como la que nos deja hoy. Seguro que el gran Dios proveerá.
El agotamiento me puede pero me gustaría reflexionar hoy sobre el caos y el orden. Partiendo del mismo material genético la sociedad nos moldea a su antojo y creamos sociedades distintas. Algo que siempre me llama la atención en Holanda es el movimiento de masas. En España cuando te mueves por una zona muy concurrida siempre hay contacto físico. Vas al mercado y la gente te toca, te empuja, te aparta y a nadie parece importarle. Es una sociedad en la que se busca de alguna forma esa invasión de la privacidad, ese asalto físico a nuestro cuerpo, el continente del alma. En los Países Bajos sucede exactamente lo contrario. Los sábados me gusta ir al centro de la ciudad y pasear cambiando de rumbo aleatoriamente. Nadie tropieza conmigo. La gente se aparta, te esquiva, te evita y de ninguna forma o manera llegas a tocar a nadie, salvo que sea para una transacción económica. Hay ocasiones en las que me quedo quieto en medio de la multitud, cierro los ojos y los noto pasando a mi alrededor como fantasmas, siguiendo rutas que jamás se cruzan. Al principio me resultaba extraño y echaba de menos algo aunque no sabía muy bien qué era y después de un par de años me di cuenta que lo que me resultaba anómalo era la falta de contacto humano, la palmada en la espalda, el abrazo, el roce casual. Para subsanarlo eduqué a mis amigos y conocidos, pervertí su programación social y la modifiqué para que me consideren una excepción. Ahora la gente nos ve y se asombra porque nos abrazamos, nos rozamos y además del contacto visual emulamos aquel que yo adquirí por nacimiento en un país latino. Algunos días en el tren o en la calle rozo a alguien, pongo una mano en un hombro, empujo suavemente y siempre noto la cara de sorpresa de la persona que recibe dicho trato. Se alteran y sienten tremendamente incómodos. A mi amigo el Rubio le tomó meses comprender el por qué nos tenemos que abrazar cuando nos vemos. Al principio se quedaba quieto, completamente en tensión y me decía que lo hiciera rápido. Ahora a veces se me olvida y me detiene y me recuerda que se me está olvidando algo. Lo mismo sucede con su mujer. El otro día estaba en su casa y llegó su madre y cuando nos despedíamos la mujer se quedó pasmada cuando nos vio despidiéndonos. Le preguntó a su hijo por qué a ella nunca la abrazaba y a mi sí. Algo tan latino, tan habitual en nuestra cultura aquí se convierte en un suceso extraordinario.