En uno de los dos tours en los que paseamos por los pantanos que rodean Nueva Orleáns (swamp) hice esta foto de una isla de jóvenes cipreses en un claro en el que sobresalen del agua los troncos de otros cipreses talados. En esta zona el hombre demostró su ansia más depredadota arrasando un paraje natural de valor incalculable para vender la madera de estos árboles.
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Mi vida en Hilversum
Ya estoy a menos de cuarenta y ocho horas para ser el propietario de una vivienda en los Países Bajos. Miro a mi alrededor, en mi apartamento de treinta y cinco metros cuadrados y solo veo cajas, espacios vacíos y cosas desmontadas. Ahora sé que odio las mudanzas porque son deprimentes y revuelven cosas que uno no quiere agitar.
Llegué a Hilversum en Julio del año 2000, concretamente el 1 de Julio. Hacia mediados de ese mes alquilé el apartamento en el que vivo, sin muebles y tras una redada en Ikea, compré de lo malo lo peor y de lo peor lo más barato. Siempre pensé que en un par de años volvería a casa y que no merecía la pena el cargarme de cosas que después no me podría llevar. Esos dos años se extendieron a tres, luego a cuatro y finalmente asumí que me quedaría en este país por bastante tiempo, básicamente porque aquí si se valora mi trabajo, se me paga lo que me merezco y estoy en un ambiente laboral impensable en mi tierra, lugar que parece condenado a ser las playas de Europa y en donde todo lo que no sea sol y playa no se valora o directamente no tiene cabida.
En estos momentos soy un ingeniero altamente especializado en software de gestión. Analizo problemas, los aislo y en colaboración con los equipos de desarrollo encontramos soluciones. En otras ocasiones descubro errores de configuración y los reparo en el instante. Hablo cada día con gente de más de veinticinco países. Tras dos años me convertí en el responsable de producto de varias líneas de software, cargo que habitualmente estaba reservado para tipos con años en la empresa y con un profundo conocimiento de la arquitectura de nuestro software. Hoy por hoy no solo soy responsable de un producto, sino que estoy a cargo de ocho de ellos. Hay cuatro responsables más y todos ellos llevan un único producto. He roto todas las barreras que me han puesto y he salido siempre airoso. Como responsable de estos productos estoy involucrado en el proceso de gestación de nuevas versiones desde el comienzo del ciclo del software hasta que llega al cliente. Asesoro a los canales de venta y todos saben que la palabra del único español que queda en los cuarteles generales de nuestra división va a misa. Esta es mi vida laboral, que al menos por ahora no muestra señales de que vaya a cambiar.
En estos cinco años largos Hilversum se me ha metido en la sangre. Una pequeña ciudad de ochenta mil habitantes situada a veinticinco minutos en tren del centro de Ámsterdam, a quince minutos del centro de Utrecht, a cuarenta minutos del aeropuerto más laureado de Europa. Conozco casi todos los rincones de esta mi ciudad. Me paran por la calle y me preguntan por sitios y no dudo ni un instante al dar indicaciones. Conozco un montón de gente en el mercado, en las tiendas, en el cine (en donde soy el cliente número uno). Gran parte de mi universo es esta ciudad preciosa. Voy todos los días a trabajar en bicicleta, paseo por los bosques que nos rodean, hago fotos continuamente en esas impresionantes reservas naturales, me pierdo por sus veredas y siempre vuelvo a casa sudoroso y feliz, a mi casa.
Voy a dejar atrás un montón de años increíbles, un montón de gente encantadora que se han cruzado en mi camino y han entrado a formar parte de mis historias. En Hilversum conocí a mi amigo holandés, al chino, al turco, a la peruana y a un montón de españoles que ya se han ido. Los sábados cuando recorro las calles peatonales del centro haciendo la compra no es raro verme en alguna calle hablando con conocidos, saludando a gente. Formo parte de la parroquia de varios bares en donde me ven llegar y ya saben lo que voy a pedir. Todo esto quedará atrás el sábado cuando me mude.
Sé perfectamente que tendré una estupenda casa en un buen barrio y que de alguna manera volveré a reconstruir mi red de conocidos, que dentro de unos años en Utrecht tendré los mismos vínculos que tengo aquí y ahora. Pero eso no me consuela. El sábado cerraré un capítulo de mi vida y comenzaré otro en una página en blanco. El lunes volveré a la ciudad, pero lo haré como trabajador que sólo viene a pasar ocho horas en la oficina. Ni es lo mismo ni es igual. El lunes tras el trabajo me quedaré para ir al cine aquí, con mis amigos, a la sesión de preestrenos que solemos acudir. Cuando acabe la película y mientras los demás se van a casa andando yo tendré que coger el tren y volver a mi nueva casa, mirando por las ventanas mientras mi antigua ciudad queda atrás. La vida es un lento río que fluye sin pausa y una vez has pasado por un sitio no vuelves a visitarlo. El río de mi vida está apunto de salir de esta etapa y sólo Dios sabe lo que encontraré en la próxima.
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Casas de esclavos
Los esclavos vivían en estos barracones situados tras la casa de los amos. En las películas siempre me dio la impresión de que sus casas estaban escondidas y lejos de las mansiones, pero la realidad es que estaban a unos pocos metros de aquellos a los que servían. Escuchando la historia que nos contaban en la visita guiada por la plantación de Laura, te puedes hacer una idea de lo dura que tuvo que ser la vida para esta gente.
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Moby Dick II
Esto de escribir por capítulos lo llevo haciendo toda mi vida. El otro día pudisteis leer Moby Dick. Hoy continuamos con el relato de lo que sucedió en ese lugar. El departamento de Grandes Historias de esta bitácora tiene el placer de ofreceros un sucedido que apareció por primera vez un cuatro de noviembre del 2002.
Tras la extraordinaria experiencia en la montaña rusa / Tobogán y con medio parque inundado, continuamos nuestra gira por las atracciones del recinto. Tras deambular un rato, nos embarcamos en otra experiencia terrorífica .
Una atracción basada en el deporte del Bobsleigh. Para aquellos que no estén familiarizados con el término, es ese deporte que se practica en invierno y en el que unos desgraciados se tiran por unos toboganes con unos minúsculos vehículos y gana el que hace el recorrido en el menor tiempo. En este parque, en lugar de los de nieve se hacía con unos vehículos similares pero con ruedas. Para instalar el circuito aprovecharon que dentro del recinto se encuentra el PUNTO NATURAL MÁS ALTO DE HOLANDA DEL NORTE que tiene unos «20» metros de altura (y por Jesús bendito, no bromeo es así de increíble). Así que de lo que se trata es de un gran tobogán en el que te tiras con un minúsculo vehículo. Para alcanzar la cima los pequeños trineos son arrastrados por un sistema durante unos 200 metros, más o menos.
Según llegamos allí, la británica dijo que NO, que nones. Yo y el turco animándola: «venga tía», que esto es seguro, que es divertido, que no pasa na’ de na’ y demás. Finalmente tras mucho insistir accedió a lanzarse, pero puso como condición que antes tenía que enviar un SMS a su novio, supongo que con la última voluntad. No voy a hablar del novio de esa porque hoy tenemos cerrada la sección de cotilleo rosa, pero os aseguro que el hombre debe tener el esqueleto más poderoso de este lado del hemisferio y el día que se casen, yo quiero verlo levantarla en brazos y meterla en la casa.
Ya más tranquilos y súper contentos nos ponemos en la cola. El turco primero, yo segundo y el cachalote tercero. Nos llega el turno y el rubio de mierda que controlaba a la gente lanza al turco, que sale disparado hacia el sistema de arrastre a la cima. Me subo Yo y me lanza a mí y miro hacia atrás y aquel culo enorme sobresalía por todos lados en el vehículo. Es que el trineíllo parecía una braguita minúscula tratando de cubrir semejante trasero. Ni que decir que las ruedecillas se enterraron en el plástico del tobogán dos centímetros. El colega empieza a empujar pero como que no se mueve. Dos compañeros más vienen a ayudar y entre todos la logran desplazar los 15 metros que la separaban de las poleas de arrastre.
En eso que nosotros ya íbamos hacia arriba.
De repente se oye un rumor sordo que va creciendo, un lamento terrible. El ruido venía de arriba, de las máquinas. Como me imaginé lo que sucedía, miré hacia atrás y veo aquella pobre, quieta abajo, con el cable tenso tenso tratando de arrastrarla hacia arriba. Nuestro ascenso se vio bruscamente detenido, cuando el sistema, sometido a una presión monstruosa, trataba de arrastrar aquel peso muerto. Las cadenas continuaban tensándose y arriba podíamos oír como las poleas luchaban y luchaban por sobreponerse a la sobrecarga.
Comenzamos de nuevo a movernos, lentamente, lentamente, a un tercio de la velocidad normal. Ahí, en ese momento, fue cuando tuve la terrorífica visión de lo que se nos avecinaba. Miro para el turco, cuyos ojos sólo reflejaban el cachondeo de la situación y le digo: pase lo que pase, tú no frenes y tira pa’bajo, joputa.
El turco, con su mente analítica propia de alguien que no ha estudiado letras, analiza los datos fríamente y descubre el punto en el que la ecuación se torcía en nuestra contra. Se agarra al vagón y comienza a rezar como un poseso al Mahoma ese de los cojones. Sí señores, sí, cuando aquella empiece a bajar, nos arrastrará por delante, porque si el sistema casi no puede con ella para subirla, la bajada va a ser de infarto.
Veo como el turco llega arriba, donde el tufillo a quemado de las máquinas era evidente y se lanza en caída libre. Diez segundos más tarde llego Yo y sin pensármelo me lanzo también en caída libre. Teníamos un poco de tiempo antes de que se nos viniera aquello encima.
Cuando estamos en mitad de la bajada, que no era lineal, sino haciendo eses, oímos un ruido terrible procedente de la parte superior. Por una parte, la liberación del motor lanzó disparados hacia arriba a todos los que venían tras ella, con gente cayéndose de sus vehículos, gritando y tratando de volver a colocarse en los mismos. Por otro lado, el ruido contenía los armónicos que producía el tobogán cuando aquella cosa comenzaba a bajar, arrasándolo todo a su paso.
Yo, sensible y culto como soy, comencé a gritar desesperado, tratando de adoptar una posición más aerodinámica que me salvara el pellejo. De esta guisa, alcancé al turco de mierda, con el que colisioné por detrás. El me miraba y Yo con lágrimas en los ojos le gritaba: corre hijoputa, corre que viene a por nosotros.
Aquello continuaba aproximándose y a nosotros nos quedaba por lo menos un tercio del recorrido. Seguíamos bajando con los dos trineos pegados gritando ambos y los ojos fuera de las órbitas. Alcanzamos a otro vehículo, al que embestimos por detrás y continuamos nuestra frenética bajada haciendo un trenecillo. Al que golpeamos le molestó algo, pero al mirar hacia atrás y ver como vibraba la estructura y escuchar ese ruido esperpéntico que nos estaba alcanzando se unió a nuestros alaridos y decidió que era mejor no discutir.
La cosa iba a estar apretada. Por milésimas podríamos salvar el pellejo. Le di las últimas instrucciones al musulmán: salta desde que esto empiece a detenerse. Entre tanto árbol y matojo no podíamos ver el final, pero si mirábamos hacia atrás, veíamos como la montaña se deshacía tras nosotros. Me dejé las uñas agarrándome al trineo.
El ruido ya estaba encima de nosotros y ya podíamos oír los gritos de la amiga cuando vimos la salida. Mierda, justo antes había algo que iba a frenar los vehículos. El primero de los trineos llegó a ese sitio y comenzó el frenado. El desgraciado que iba dentro, que aún estaba un pelín mosqueado con nosotros por haberlo embestido se queda sentado en el mismo. Yo y el turco no nos lo pensamos. Saltamos al lateral y rodamos para alejarnos lo más posible.
En eso la vimos venir. De la velocidad tan grande que llevaba las cejas se le habían revirado y los párpados estaban del revés. El pobre que se mosqueó con nosotros pudo darse cuenta un instante antes de que le embistiera de la razón de nuestra cobarde huída. Con el choque salió despedido varios metros. Todos los vehículos se salieron del tobogán y volaban por doquier. La gente en la cola se dispersó entre gritos. Nuestra amiga, tras el impacto, quedó en el suelo ajena al estropicio y nos vio a su lado mirando asombrados lo que pasaba frente a nosotros.
Se levanta, se sacude el polvillo que la cubría, pone la mejor de sus sonrisas y nos dice: ¿vamos a comer algo? Asentimos y salimos de tapadillo de allí.
Estoy convencido que esa atracción debe seguir cerrada porque lo que le hicimos no tiene nombre.
Cuando esta mujer dice comer yo miro pa’ ese cuerpo y pienso que vamos de matanza porque alimentar todo eso requiere mucha comida. Así que nos lanzamos hacia el restaurante (eufemismo para llamar a los antros de hamburguesas que pueblan estos parques) que estaba más cercano.