Estuve en Sevilla hace más de cuatro años en enero, sin los calores que asolan esa ciudad en verano y por culpa de mi legendaria incapacidad para procesar las fotos hasta ahora no me había sentado a escoger algunas para poner en la bitácora. El proceso de selección ha sido muy complicado y aún estoy tratando de reducir el número ya que en este momento tengo más de setenta que me gustan. Una idea del tiempo que hace desde que fui la da que la cámara que usé para todas estas imágenes fue la CANON 350D que usé hasta finales de septiembre del 2008. Lo que sí que he tenido claro desde el comienzo es que para empezar a ver la ciudad hay que viajar hasta la saga de la Guarra de las Galaxias, episodio primero y llegar a las puertas del palacio de la Reina Amigdalas y eso sucedió en Sevilla, en el edificio de la Exposición Iberoamericana de 1929 que está en la Plaza de España y que vemos parcialmente en la foto de hoy. Ese mismo edificio aparece en la película El Dictador de la cual hablaré próximamente.
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Cuatro millones de páginas y 101 meses
Con los años y la inmadurez galopante que padezco y que algunos llaman el síndrome de Peter Pan, otros el Maicolyacson y los más pedantes hasta seguro que tienen un nombre técnico, cada vez me importan menos un tipo de números y presto más atención a otros. Aún así, merece la pena recordar, sobre todo para aquellos con una corta memoria y que creen que soy asocial porque no tengo perfil en cierto lugar, que en diciembre del año 2007 o hace más de cinco años, aquí, en este pequeño rincón celebrábamos Un millón de gracias y en marzo del año 2009 eran Dos millones de gracias y en septiembre del 2010 fueron Tres millones de páginas vistas.
Una vez superas tu primer millón, el resto no te preocupa demasiado. Más que a los números que señalan la cantidad de gente que ha leído algo de lo que he dejado escrito por aquí, cada vez me parece más importante el contenido y el inmenso archivo que documenta una gran parte de mi vida. Este mes tenemos una doble celebración. Por un lado el cuarto millón de páginas vistas, un número que me asusta ya que implica cuatro millones de ocasiones en las que la he cagado hasta el fondo y seguro que de ellas, unas cuantas han terminado con alguien muy molesto con lo que digo o con como lo digo. No sabéis lo agradecido que le estoy al CaraCuloLibro por haber alejado un montón de moscones de aquí y poner fin al crecimiento desproporcionado de algo que no es más que una bitácora personal y que no debería llamar la atención. Más interesante y digno de mención es el hecho de que en mayo he cumplido CIENTO UN meses seguidos con mi diario en este formato y todos y cada uno de esos meses están disponibles en los archivos y por curiosidad he mirado y descubierto que hasta el día de hoy (y sin contar esta anotación), hay veinte millones ciento cuarenta y siete mil cuatrocientos ochenta y cinco caracteres. El equivalente a una purriada de libros, todos malgastados con mis boberías, maldades, sandeces y chorradas varias.
Hasta hace un año, pensaba que todo eso se lo debía a la gente que lee y comenta pero ya soy lo suficientemente infantil para reconocer que no es cierto, que lo escribo, cuido, amplio, edito, corrijo, lo borro y lo apaño para mí porque este es mi diario, mi rincón para seguir en contacto con mi idioma y procurar minimizar el daño que provocan los otros que pululan por mi cabeza.
Ya estoy a tiro de piedra de la primera década y es una lástima que los años de la lista de distribución y las primeras versiones no cuenten ya que entonces, lo habríamos celebrado hace un par de años.
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Roma desde el Monte Palatino en el club de las 500
En mi lista de lugares a los que quiero volver está Roma, ciudad en la que hay tanto por ver que podría pasar un par de semanas y seguramente no pararía la pata. Resulta increíble como pasa el tiempo ya que pasé por allí en junio del año 2007 y a mí me parece que fue ayer. Tanto el Coliseo como el Monte Palatino son dos lugares fantásticos en los que retrocedemos en el tiempo un par de miles de años. La foto de hoy la vimos por primera vez en abril del 2008 en la anotación Roma desde el Monte Palatino y hoy le damos la bienvenida al Club de las 500.
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Hoi An
El relato comenzó en El salto a Hanoi
Mi tercer día en Hoi An tenía planeado hacer turismo en el poblacho por la mañana y una excursión en bicicleta por la tarde. Como siempre, el día comenzó desayunando temprano, concretamente a las siete de la mañana. Tras llenar el estómago, me eché a la calle para patearme de nuevo el casco antiguo de Hoi An y entrar en varios de los edificios. El sistema que se han sacado de la manga es muy ingenioso. Te venden una entrada por 90000 Dong o el equivalente a tres leuros y pico que te sirve para entrar en cinco sitios a elegir, si quieres ver más, compras otra entrada. Casi todas las casas, asambleas y templos que merece la pena visitar están incluidas en este sistema, unas pocas son gratuitas y las restantes esperan que uno les deje una donación. Para aquellos más curiosos, la ciudad de Hoi An fue en los siglos XVI y XVII (o equis-uve-palito y equis-uve-palito-palito) un lugar de mercadeo internacional. Aquí llegaban los barcos de otros países y hubo colonias japonesas, chinas, holandesas y de otras tierras. El lugar es una fusión de arquitecturas que por un milagro inexplicable, sobrevivió a las guerras que asolaron el país en el siglo XX (equis-equis).
Con mi entrada, avancé por Nguyen Thi Minh Khai para cruzar el Puente cubierto japonés de día. Ese puente, pequeñito y precioso, es lo más fotografiado de la ciudad y una pequeña joya. Lo han reconstruido varias veces pero siempre con el mismo estilo, es el problema de trabajar en madera, que acaba pudriéndose, sobre todo cuando tienen un río al lado que cada año puede subir varios metros. La razón del puente es que en japón hubo varios terremotos y los expertos en el tema dijeron que el problema es que bajo la tierra había un bicho malo con la cola en la India, la cabeza en Japón y el corazón en Hoi An. La única forma de acabar con los temblores era hacer un puente cuyas piedras fueran como una espada que cortara el corazón de la bestia. Dejando el misticismo, dentro del puente, en un lado hay dos estatuas de monos y en el otro lado del puente de perros, al parecer porque se comenzó en el año de uno de esos animales y se acabó en el del otro. En el centro tiene un pequeño templo taoista.
Tras pasar por el puente, llegas directamente a la Sala asamblearia Cantonesa. Ese erea uno de los lugares que quería visitar así que entré. Tiene un jardín lleno de plantas y fuentes y algún que otro dragón y un edificio muy folclórico. Seguí hasta la casa Duc An, un edificio levantado en 1850 por una familia que vivía allí desde hacía doscientos años. En su época fue una librería, después se convirtió en un negocio de medicinas chinas y durante la época colonial francesa fue la sede de la resistencia. Ahora lo tienen decorado como una antigua casa y su visita es muy interesante, aunque te tratan de vender de todo y se empeñan en contarte un rollo macabeo para que les des propina, aunque en mi caso no funcionó ya que me negué a esperar por la explicación, la cual tenía en mi guía y paseé a mi antojo haciendo fotos para mayor enojo de los trabajadores del lugar, sobre todo porque ni miré nada de lo que vendían. Más interesante resultó la Casa Tan Ky, de dos plantas y muy bien conservada, una casa de finales del siglo dieciocho y tardaron ocho años en hacerla. La distribución de la casa era con espacio para tienda en la parte delantera, un pequeño jardín en el centro y otra parte de la casa por detrás con acceso directo al río. En la planta alta se guardaba todo para proteger las mercancías de las crecidas del río. En la parte delantera de la planta alta hay un dormitorio exquisito. De nuevo trataban de llevarnos como ovejas pero apliqué el cuento del ninguneo y vi la casa sin que me molestara nadie. Por toda la casa, el trabajo de carpintería es fascinante.
Continué con mi ruta y entré al Museo del comercio de cerámica, supuestamente el más espectacular. Obviamente esta gente nunca ha estado en un museo de verdad, ya que aquello era otra casa (muy bonita por cierto) con unas pocas cerámicas y documentos. Lo mejor del museo, la casa, sobre todo la segunda planta. Continué a la Sala asamblearia China, la cual es gratis total y se construyó en 1740. Tiene un altar, clases para enseñar el idioma chino a los niños y un precioso jardín. Después de la victoria de los comunistas, en 1975, obligaron a cerrar la escuela y no permitieron que se reabriera hasta 1990. Estuve también por el mercado, con sus acusados olores y esa multitud que se empeña en venderme carne o pescado pese a la pinta de turista y después pasé de refilón por el mercado de la ropa, ya que si por algo es famosa Hoi An hoy en día es por sus sastres, que te hacen una copia de cualquier traje de marca en un meneo del nabo. Los occidentales van allí a aprovisionarse de falsos Armanis y similares. Para terminar con mi ruta, además de fotografiar todo lo habido y por haber en las calles, entré en la Capilla de la familia Tran, de doscientos años de antiguedad. Primero nos echaron un rollo sobre la familia y el edificio en el que procuré desconectarme y que si aguanté fue porque estos eran más listos que el hambre y lo tenían todo a oscuras hasta que ellos te llevaban al lugar. En el altar tienen un montón de cajas, una por cada miembro de la familia muerto, en cuyo interior hay una tabla con su nombre y detalles biográficos. Muy bonito, muy folclórico y tal pero lo que realmente querían era que pasara por la tienda, lo cual no hice.
Tras tanto empape cultural había liquidado más o menos lo más relevante de la ciudad y decidí volver al hotel, no sin antes parar a comerme un helado y un dulce espectacular en el Club Cargo por poco más de un leuro y como la excursión en bici la tenía por la tarde, me relajé en el hotel hasta el momento de ese evento y ahora mismo mi gandulismo me puede y continuaré con la segunda actividad del día en el próximo capítulo.
El relato continúa en En bicicleta por la isla de Duy Vinh