La edad nos convierte en hienas implacables, depredadores sin escrúpulos que buscan continuamente presas sobre las que hincar el diente. Es un proceso que sucede poco a poco, lentamente. Nuestros cuerpos envejecen al ritmo que marcan los disgustos y mientras estas pequeñas alteraciones tienen lugar, zonas completas de nuestros cerebros se adaptan y se tornan malvadas. Ni siquiera nos damos cuenta de estas pequeñas variaciones hasta que alguien, un observador imparcial nos las señala.
Los ejemplos están ahí, a la vista de todos. Cualquiera de vosotros, si se para a pensar al menos dos momentos los podrá ver. Yo hace diez años me sentaba a hablar con bleuge y discutíamos el futuro de la programación orientada a objetos y sujetos, planteábamos hipótesis sobre el viaje en el tiempo, buscábamos algoritmos para implementar la translación instantánea de objetos y codificábamos pensamientos en lenguaje Pascal, pensamientos que daban lugar a soberbios algoritmos tan bellos como vacuos, que también la belleza es algo fútil e inane en el universo de la programación. En aquellos años nuestros cerebros estaban recién formados y únicamente sufrían los alienantes embates que nos prodigaban un atajo de inútiles y chupa papeles también conocidos como profesores universitarios, muchos de los cuales aún continúan agarrados a sus sillas, en sus plazas ad eternum, sin aportar absolutamente nada en el supuestamente creativo y enriquecedor entorno universitario, un lugar en el que en otros países mora lo mejor de la sociedad.
Sabiendo entonces como ahora que somos lobos y conscientes de nuestra superioridad (o inferioridad), pasábamos tardes en los laboratorios escuchando las líneas argumentales de los frikis de turno, gente que seguramente ha acabado en algún oscuro sótano programando sin volver a ver la luz del sol y aprendíamos de ellos. Lo que somos ahora se lo debemos a aquellos tiempos.
Hoy en día todo es distinto. Nuestros dañados cerebros han estado sometidos a tanto estrés que han terminado por sucumbir a lo inevitable. Ahora cuando me siento con bleuge no tratamos de buscar soluciones elegantes para problemas sencillos ni de reinventar la rueda y volver a hacerla redonda. Hemos reducido el nivel de nuestras aspiraciones y lo hemos simplificado para adaptarlo a estos tiempos de decadencia. Es ahora cuando comenzamos la tertulia, en muchas ocasiones de forma virtual gracias a los programas de mensajería instantánea y despellejamos al prójimo. Ejecutamos un algoritmo que recorre secuencialmente la lista de conocidos, a los que hemos rebautizado con motes cruelmente apropiados y los criticamos con saña. Y lo peor es que nos damos cuenta de lo que estamos haciendo y en algún lugar remoto, bien adentro de nuestras almas sabemos que no está bien y que deberíamos evitar ese linchamiento de los conocidos. A pesar de este conocimiento, prevalece la satisfacción y el placer a corto plazo que obtenemos de la crítica y nos convertimos en noveleros, alcahuetes, correveidiles o lo que se tercie. Podéis llamarnos lo que queráis, pero el que esté libre de culpa que se pegue un tiro de gofio, puesto que su vida debe ser muy aburrida.
En estas antológicas conversaciones, que quizás deberíamos preservar para la posteridad, no queda títere con cabeza. A saber lo que dirá de nosotros la miasma que nos rodea, así que no vamos a ser menos. Todos esos años recibiendo formación superior, leyendo con ahínco toda la literatura que caía en nuestras manos, persiguiendo el conocimiento por la red de redes, todos esos sacrificios y alegrías tienen su culmen ahora, cuando comenzamos la tertulia y tras un micro instante de vacilación despellejamos otra vez al prójimo.