Cuando pasé por Macao probé lo que allí llamaban Natas, unos dulces que me gustaron mucho y que venían a ser una especie de fusión entre tartaleta y flan de huevo. Como mi vida es más pública que las finanzas de un político, de ese evento quedó constancia en el relato de Macao, el cual formaba parte de otro mayor que cubría varias ciudades y al menos tres países (China, a la cual pertenecen Hong Kong y Macao), Malasia y Camboya). Regresé de ese viaje y más o menos me olvidé de las tartaletas aquellas tan ricas y no fue hasta noviembre del año pasado cuando regresaron a mi vida. Tenía claro que de Lisboa la primera y más importante cosa era ir a comprar los Pastéis de Belém y por eso, según salí a la calle del hotel busqué la forma de llegar a Belém y me compré seis pasteles que me comí de un tirón sin sentir el menor remordimiento. Al día siguiente por la mañana volví a Belém y me comí dos más que son los que podemos ver en la foto de hoy. Estaban riquísimos y ese mismo día regresé al lugar para comerme otro y llevarme seis más. Al regresar a Holanda me resigné a no volver a comerlos durante un tiempo pero casualmente en cierto periódico español hablaron de una receta similar (o una aproximación a la receta original) y tirando del hilo llegué a una bitácora portuguesa que tenía una receta que me intrigó. La probé y han sido un éxito increíble, tanto que un día de estos los tendré que incorporar a mi pequeño y pachanguero recetario. Por supuesto, el nombre está registrado y los conoceremos como Pasteles de nata y aunque sé que no son exactamente iguales a los de esa pastelería portuguesa, están igualmente deliciosos. Los he cocinado en unas siete ocasiones, probando diferentes combinaciones de hojaldre y recipientes ya que sigo buscando la más correcta y todos los que los han comido coinciden conmigo en que están para chuparse los dedos. Mi amigo el Rubio los ha bautizado como Magdalenas 2.0 ya que por ahora uso el molde de las mismas para hacerlos. De los originales, decir que se están vendiendo en la pastelería en la que los compré desde 1837 o sea, más de ciento setenta y cinco años.
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Monumento aos Descobrimentos
El Monumento a los Descubrimientos parece un barco a punto de entrar en el río Tajo lleno de gente (o una carabela, que fue en lo que se inspiraron). En la punta de delante está el infante Don Enrique el Navegante y al resto no los conozco porque no me los han presentado. En el otro lado del edificio está Vasco da Gama, uno que igual sí que os suena. La construcción resulta muy cuca y espectacular. Si pagas puedes subir en ascensor hasta la azotea para hacer unas fotos muy bonitas de la zona. En el sótano tenían una exposición pero vamos, aburridísima y en la que no aguantabas ni quince segundos. El monumento tiene 52 metros de alto y al parecer en la puesta de sol también se pueden hacer unas fotos espectaculares así que en mi próxima visita a la capital portuguesa procuraré estar allí en ese momento del día.
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Monumento aos Descobrimentos desde la rosa de los vientos
Estaba cantadísimo que si ayer veíamos la Rosa de los vientos junto al Monumento aos Descobrimentos hoy nos bajábamos hasta allí para mirar hacia el otro lado. Pese a que tengo la impresión de que se me cambó el horizonte, esta foto me encanta, con esa combinación perfecta de nubes y cielo azul, la rosa de los vientos en el suelo y el Monumento a los Descubrimientos. Desde este punto de vista el monumento no tiene la forma de carabela que veremos mañana. Se construyó en 1960 para celebrar los cinco siglos de la muerte de Enrique el Navegante, uno de los hombres que más hizo por el progreso durante el siglo XV (equis-uve). El monumento tiene 52 metros de altura así que ya sabemos a qué altura estaba cuando hice la foto de la rosa de los vientos. El agua que se ve por detrás es la desembocadura del río Tajo.
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El tuerto que nos miró
Mi amigo El Rubio y un servidor tenemos un montón de cosas en común. Nos adoramos mutuamente, algo bueno ya que somos más-mejores amigos y siempre es bueno que haya una lealtad infinita y sin condiciones, nos gusta patinar sobre hielo, disfrutamos como bellacos con una buena sesión de cerveza, tenemos un sentido del humor similar y debíamos estar junto el día que nos miró un tuerto. Está claro que íbamos juntos porque si no, no hay explicación posible para que entre ambos sumemos más de veinticinco reorganizaciones de nuestras respectivas compañías a las que hemos sobrevivido. Al igual que un servidor, él también es favorito en cada nueva ronda y siempre se salva. Hoy teníamos en mi empresa la ejecución de la última en la que he estado involucrado y como siempre, era favorito.
Puede resultar increíble pero estas cosas son tan normales que ya ni merecen un comentario en nuestras conversaciones diarias y por no afectarme, no pierdo un solo minuto de sueño pensando sí estaré en la quiniela de los ganadores. Si no es porque mi jefa me lo recordó el lunes, yo hubiera hecho un montón de magdalenas para regalar a la gente de la planta baja del edificio pero ella me dijo que quizás lo debía dejar para otro día ya que el martes sería el del drama y tal y tal. Complicando aún más las cosas, ese día estaba prevista una tormenta de nieve en todo el país y todos los empleados debíamos ir a la oficina como pudiésemos. Desde el lunes por la noche sabía que salía un único tren cada media hora a Hilversum pero por suerte es el que yo cojo y lo que hice fue apurar con las abluciones mañaneras y salir para la estación con tiempo ya que un manto de unos tres o cuatro centímetros de nieve puede frenar bastante. Llegué a la estación con diez minutos de adelanto sobre la hora prevista, me senté en el tren a esperar a que saliésemos y va el conductor y llega tarde y terminamos con un cuarto de hora de retraso. Al llegar a Hilversum recorrí las calles de la ciudad con cuidado y sin llevar la mochila ya que el día anterior había llevado una enorme a la oficina para cargarla con mis cosas.
Llegué al trabajo y en cinco minutos había preparado la mochila con todo lo mío ya que yo soy de los que piensan que si te echan, cada segundo cuenta y no quiero perderlos allí. Mi correo de despedida ya estaba escrito, un texto espectacular que se merece una música de John Williams con el que espero arrancar lágrimas hasta a los cocodrilos de la compañía. En mi mochila puse las cosas que quiero llevarme incluyendo mi enorme M&M rojo, al cual le tengo un montón de cariño ya que ha formado parte de la familia al menos cinco años. En un día de despidos yo soy la persona más atareada del edificio ya que me encargo de la coordinación. En mi monitor principal tenía ventanas para chatear con unas ocho personas que me mantenían informado de lo que sucedía. En la recepción, en desarrollo, en ventas, en logística, en soporte técnico o en mi zona, los distintos informadores iban mandando sus informes según iban sucediendo las noticias y detrás de mí, pegado a la pared tenía el organigrama de toda la empresa en el que iba apuntando los cambios según sucedían. Desde las nueve hasta las once y cuarto la información volaba y la lista de los caídos iba creciendo. Acerté un ochenta por ciento de los nombres que había pronosticado lo cual no está nada mal. La gente se pasaba por mi sitio a pedir información y alucinaban cuando veían mi red funcionando en tiempo real, con mensajes llegando a las diferentes ventanas, con la información replicada usando correo electrónico, programas de mensajería y el iMessage de los iPhone. Finalmente el último nombre fue confirmado y en eso aparece un vicepresidente y yo pienso ya era hora ahora me toca a mí y me voy a levantar para darle un abrazo de pura felicidad porque por fin me echan a la puta calle y va el hombre y me da un disgusto tremendo cuando se limita a decirnos que a las dos de la tarde tenemos reunión de departamento para hablar sobre el tema y responder a preguntas.
Me fui a caminar con el Moreno, otro de los que han sobrevivido y que tiene más mérito porque en su departamento han finiquitado al cincuenta por ciento de la gente, incluyendo al hijoputa de su jefe, un tío que me caía fatal y que espero que no encuentre trabajo ni chupando pollas de leprosos que se le deshagan en la boca. Por el edificio corre el rumor que lo mío es algo que deberían estudiar ya que a esa verdad absoluta de que las cucarachas sobreviven a una bomba atómica hay que añadir que el Elegido sobrevive a todas las reorganizaciones que le echan por delante y como no me vaya de la empresa voluntariamente, es que no hay manera. El disgusto por no estar entre los seleccionados fue tan grande que le dije a mi jefa que yo me iba según acabara la reunión y me piraba al cine y así procuré echar miradas asesinas a los que querían hacer muchas preguntas y alargar la sesión de preguntas más de una hora. A las tres en punto dejaba el complejo de edificios, cruzaba con exquisito cuidado las calles nevadas de Hilversum y procuraba no hostiarme con los ocho o nueve centímetros de nieve.
En el tren aproveché para informar a los amigos y conocidos de la luctuosa noticia y una vez en Utrecht, me acerqué al cine y me fui a ver Gangster Squad para olvidar el disgusto. En fin, que tendré que seguir trabajando para que otros vivan de mí.