Si ayer nos referíamos a ese grupo no muy popular de las culo coche hoy ha llegado la hora de retratar a otro segmento de la población femenina que despierta desprecio y pánico. Me refiero a las Petardas.
El libro guía y referencia espiritual de nuestro idioma, el Diccionario de la Real Academia Española ya nos lo deja claro. Una petarda es una persona pesada. Un ilustre amigo mío y fornicador de pro ya me lo decía con su versatilidad idiomática una noche mientras tomábamos unas cervezas: las petardas son como moscas cojoneras, están por todos lados y no dejan de atacarte con saña. El colega tenía razón. Desde que tenemos edad de recordar pueblan nuestras pesadillas petardas de todo tipo. En el colegio se sentaban a nuestro lado, en el instituto nos teníamos que esconder de ellas y en la universidad eran como una plaga que asolaba la biblioteca, la cafetería, los laboratorios y todos aquellos lugares en los que tratamos de buscar refugio. Las petardas son tías sin MOJO, sin encanto ni gracia que intentan desesperadamente engancharse a un macho, al que sea y no dudarán en intentarlo las veces que haga falta. Su forma de actuar es siempre la misma. Estás tan tranquilo a lo tuyo y sin que lo notes se te pone una al lado y te empieza a echar unas miradas arreboladas que asustan hasta al Cristo del Sagrado Corazón del chimpún. Te hablarán melosamente y agitarán espasmódicamente el cuerpo como mandándote señales que para ellas son de apareamiento y sensualidad pero para nosotros no son más que mensajes que nos provocan un repelús infinito.
Existe una leyenda urbana que circula entre las mujeres y que les hace pensar que el hombre solo quiere follar, lo cual no es del todo cierto. El macho humano fue diseñado para eso y muchas cosas más, como por ejemplo ver fútbol en la tele, jugar a videojuegos, rascarse los huevos, hacer pelotillas con los mocos, beber como un cosaco y hacer el indio con los amigotes. Una vez se satisface la primera necesidad, aquella que nos lleva a provocar el vómito de cierta parte de nuestro cuerpo que produce leche (de mangorra o machanga), nuestro sistema no quiere ni oír hablar del tema y nos interesamos por otras actividades. Es así de sencillo.
Las petardas tienen el don de aparecer siempre cuando uno tiene sus necesidades básicas cubiertas y busca otras cosas. Vienen con malas intenciones porque ellas no quieren un aquí te pillo aquí te mato sino que se han creído toda la mierda de las telenovelas y piensan que nosotros soñamos con grandes relaciones que durarán años, que disfrutaremos viéndolas degenerar, achatarse y ensancharse por todos lados mientras les crece el bigote y nos aterrorizan por las mañanas al despertarnos, que es bien sabido que lo primero que ve uno al abrir los ojos marca nuestro humor para el resto del día y no hay nada más horroroso que tener a tu lado una india arapajoe al levantarte.
Las petardas buscan que las cortejemos, que miremos en el pozo de sus ojos para encontrar esa chispa de amor verdadero que nos transforma cual gavilanes, que tengamos esa palabra romántica con ellas cuando lo que nos apetece es eructar tratando de decir todas las letras del abecedario. Por eso huimos de ellas. A nosotros se nos diseñó para follar, no para ejercer de organizaciones sin ánimo de lucro y con una capacidad de sacrificio inagotable, pero ellas no desfallecen y lo siguen intentando una y otra vez hasta que pescan a alguien. Esto último suele suceder en verbenas de verano cuando el personal está más pasado que las bragas de Marujita Díaz y tus amigos te han abandonado a tu suerte. Te despertarás vomitando sobre el hombro de una de ellas y el sentimiento de culpabilidad será tan grande que te forzará a convencerte sobre lo adecuada que es esa relación. El mal rollo te seguirá toda tu vida y te convertirás en un oscuro oficinista sin ganas de volver a casa tras una dura jornada de trabajo y que prefiere echar horas extras en la oficina para ver si hay suerte y se duerme el orco que te espera en el hogar.
Como decía el ilustre amigo al que mencioné previamente hay ocasiones en que es preferible el hacerse una paja a tener que vivir una pesadilla de treinta años. El pobre hombre fracasó en el intento y terminó con una petarda en su dormitorio, a la cual se refiere por el nombre de la parienta.
Acabo con un consejo. Vigila tu espalda, no bajes la guardia, ten cuidado con lo que comes y bebes y piensa siempre lo peor y únicamente de esa forma conseguirás escapar de las petardas. Cómprate una consola, hazte chulo de playa, date a las bebidas isotónicas, créate una reputación de crápula y rompedor de telillas, haz lo que tengas que hacer y procura no caer en las redes de ninguna de ellas. Y si conoces a alguno que ya ha picado, dale una palmada en el hombro y transmítele el pésame.
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