Cuando estuve con mis padres en Nueva York el año pasado nos tropezamos un día con una especie de cabalgata. Fue un domingo por la mañana, con la ciudad aún durmiendo y Manhattan en silencio y sin el continuo y atronador sonido de los vehículos que la recorren de cabo a rabo durante la semana. Era nuestro penúltimo día y decidimos pasear hasta Bryant Park para disfrutar con el solito y el calor mañanero.
Nos quedábamos bastante cerca y cuando estábamos a punto de llegar nos tropezamos con lo que parecía la preparación de una cabalgata de carnavales. La gente vestía trajes exóticos, los abanicos se movían desenfrenados y la cantidad de laca en el ambiente era tal que se había formado un agujero en la capa de ozono que llegaba hasta el mismísimo corazón del sol. Los peinados eran más falsos que Judas y las señorones lucían uñas postizas, pestañas postizas y por lucir, yo creo que muchas de ellas se habían llenado los sujetadores con calcetines.
Al parecer lo que celebraban era la independencia de Filipinas del Reino de España, suceso acaecido el 12 de junio del 1898 después de una patética guerra con los Estados Unidos, que por supuesto acudieron como salvadores a su encuentro y se aseguraron que el país siga tan cubierto de mierda o más como lo estaba en el siglo XIX (equis-palito-equis equivale a diecinueve, por si tenemos algún alumno de la ESO leyendo ESTO).
Lo que más me llamó la atención fueron las pintas de folclóricas de las tías, todas muy pasadas de vuelta en la elección de vestuario y acompañadas por unos tíos que parecían sacados de una vieja película de mafiosos. Aunque eran más bien mulatos allí la gente se protegía del sol con sombrillas. Estuve por darle un disgusto a la de la foto y decirle que no se preocupara, que ya es mulata y el sol no le puede hacer mucho más, pero como acababa de desayunar y me sentía muy pesado para salir corriendo decidí limitarme a hacerles fotos y reírme por lo bajini.
En una de las carrozas habían puesto un montón de mises, la mayor parte de ellas con pinta de lolitas follables a las que muchos de los que leen esto no les harían ascos y les regalarían una corridilla de mangorra para suavizarles el cutis. Otras la verdad que ni con la luz apagada y pagando conseguirían un servicio completo. Los trajes eran más bien como de novias y la ornamentación floral era la misma que la de los coches fúnebres así que me temo que algún espabilado reutilizó las flores de los servicios del día anterior. Ellas lucían el palmito con orgullo mientras la gente las vitoreaba, o más bien las madres, que se azuzaban unas a otras con sus abanicos gritando lo guapas que iban sus niñas, lo puras y virtuosas que eran y lo bien ganado que tenían el cielo. Las caras de sus hijas sin embargo reflejaban otra cosa y allí más de una tenía méritos suficientes para dar un cursillo avanzado de dos días en comida y mamada de pollas.
Lo más terrorífico fue cuando pasó junto a mí la carroza con la Reinona Máxima, una que me recordaba a la Barbie Mairena, esa que no sabemos muy bien si tiene almeja o tiburón. El traje del bodorrio que nunca tuvo hace cien o ciento veinte años le sentaba como una patada en el culo, las manos eran de puritito macho y yo diría que los calcetines que se puso en el sujetador se habían desplazado y uno de los pechos estaba muchísimo más alto que el otro. Me quedé tan impactado que decidí dejar la cobertura de aquel evento para gente con más estómago y seguir con el plan original y sentarnos en el parque a disfrutar de la mañana intentando no recordar los horrores que había visto a esas tiernas horas del día.