El relato comenzó en Cruzando China camino de Manila
Hoy era el día tan temido. Volver a Manila es afrontar el final de las vacaciones. Me levanté temprano y a las siete menos cuarto estaba desayunando. Ya tenía la bolsa con todo dentro. Ocho kilos de carga, nada más. Si necesitas más que eso para pasar unas semanas en Asia, estás haciendo algo mal. En realidad, sin la cámara ni el iPad viajaría con menos de cinco kilos pero esos dos trastos son irrenunciables. De las cosas que he traído este año y en otros anteriores, he llegado a la conclusión que la toballa que cargo no vale la pena. Son ochocientos gramos para un día que la uso porque siempre que voy a la playa, o me dan una en el hotel, o me tiro en la arena. La próxima vez me traeré una pequeñita por si la necesito en alguna ocasión para secarme y nada más. El problema de viajar con Cebu Pacific Airlines con ocho kilos es que ellos solo permiten siete de equipaje de mano así que la cámara sale de la bolsa y me la cuelgo y cuando voy a facturar y controlan el peso, quedo muy por debajo del máximo.
Esta mañana llovía un montón cuando llegó la furgoneta que me llevaría al aeropuerto. En total viajábamos cuatro. Tardamos unos cuarenta minutos en llegar y en más de una ocasión pensé que el conductor asesinaba a algún niño o viejo, ya que pese al diluvio, él no reducía la velocidad y avanzaba como un loco por una carretera parcialmente inundada. De alguna manera lo logró y al llegar al aeropuerto comenzó el cachondeo. Primero pasamos un control de seguridad a la entrada de pura risa, los empleados ni miraban la pantalla de la máquina. Después me dieron mis dos tarjetas de embarque y tenía que pagar la tasa de la terminal, que son tres leuros en los aeropuertos pequeños de las Filipinas. Tras eso venía el control de seguridad auténtico solo que en ese aeropuerto no tienen máquinas de rayos equis y lo que hacen es que ellos goliznean en tu equipaje. Al pasar por el arco, siempre pita, algo imposible en mi caso porque no llevaba nada de metal con lo que me da impresión que el arco de metales es también de juguete. En esta época del año hay dos vuelos al día a Siargao de un avión con 72 plazas, con lo que como máximo llegan y se An ciento cuarenta y cuatro julays cada día. El avión llegó con media hora de retraso. Es un aeropuerto tan pequeño que no tienen ni combustible ni energía para los aviones así que el ATR-72 se queda con los motores en marcha y salen los pasajeros que llegan, entramos los que nos vamos, cierran la puerta y salen por patas. Fue algo tan rápido que recuperamos la media hora de retraso.
Lo he dicho. Lo repito. Cebu no me gusta nada y su aeropuerto lo odio, lo considero un lugar tan terrible y repugante como el aeropuerto de Madrid. Aterrizamos, nos llevaron en guagua a la terminal y seguí las señales para los que van en tránsito, que en realidad te sacan del aeropuerto y te llevan hasta el punto de control de inseguridad. En ese mismo lugar hace más de semana y media me quitaron la botella de agua y el desodorante. En esta ocasión, dejé la botella de agua dentro de mi bolsa y o no la vieron, o se las trajo al fresco. Te da una fe nula en los sistemas de control en los aeropuertos. Si no hay más atentados es porque los terroristas no quieren. Nos llamaron para el embarque a Manila media hora después del momento en el que teníamos que haber despegado. A mi lado no se sentó nadie y al no tener asiento asignado, me pusieron en la fila tres, que es una de las más caras cuando eliges el asiento al comprar el billete. Vinimos despegando con una hora de retraso y estuvimos sobre el cielo de las Filipinas una hora y cuarto. Desde el aire, el país es increíble, lleno de islas y hasta de otras que parecen hundidas, nonatas.
Después de aterrizar, volví a meterlo todo en mi mochila y fui a la parada de los taxis amarillos, más caros pero que usan el taxímetro. Como siempre, le mandé un mensaje al Rubio con la matrícula del coche y el número de licencia para que si me pasa algo, que él se lo dé a la pasma. Tardamos veintiocho minutos en recorrer tres kilómetros, el tráfico en Manila es algo horrendo. El viaje me costó poco más de tres leuros. Tomé posesión de mi habitación en el Red Planet Aseana y me fui andando al Mall of Asia, un brutal centro comercial que está cerca. Fui al cine allí, algo que echaba de menos ya que han sido más de tres semanas sin cine y al salir me metí en el supermercado a arrasar on la sección de bolsas de mango seco Debía ser mi día de suerte porque compré siete bolsas, una de cien gramos y seis de doscientos y la empleada me cobró siete de cien gramos, con lo que me ahorré la mitad y mañana a provisión con otras diez o doce más. Después pillé un taxi para traerme al hotel porque por la noche sí que no me atrevo a caminar la distancia por una carretera más o menos desierta.
Y así acabó el antepenúltimo día.
El relato continua en Visita a la isla de Corregidor