Aunque hace más de dos meses que estuve en Roma, ese es uno de los viajes de los que no he hablado. La culpa, por supuestísimo, la tienen los lectores que me distraen con boberías y yo me disperso fácilmente. Eso seguramente explique la razón por la que aún no he contado la última semana del viaje a Vietnam, algo que me prometo a mí mismo cada dos semanas y que con el mismo placer que hago la promesa, la incumplo. Hoy rebobinamos en el tiempo hasta mediados de diciembre, justo la semana antes de regresar a Gran Canaria por Navidad. Un par de meses antes buscando billete para ir a visitar al Turco a Estambul en nuestro tercer encuentro del 2012 me pasaba por las páginas de todas las aerolíneas de precio justo para mirar las novedades en sus líneas y cuando andaba en esto veo que puedo volar a Roma por quince leuros con todo incluido yendo desde Eindhoven con Ryanair. El horario de regreso de su vuelo y el precio no me convencía pero se me ocurrió mirar Easyjet y con ellos podía regresar a una hora más adecuada a Amsterdam por treinta leuros con lo que por cuarenta y cinco leuros tenía billete de ida y vuelta a Roma desde Holanda. El frenesí compulsivo que te ataca en esos momentos es incontenible. Es decir, según la prensa amancebada española, estamos hablando de aerolíneas que viven de las subvenciones y cuyos aviones son los más inseguros del universo ya que como todo el mundo sabe han tenido la friolera de ningún accidente. Por supuesto, si a mí me sobrara la guita, yo preferiría volar con Spanair o lIberia por nombrar dos compañías a las que jamás se les ha estampado un avión. Me puse a buscar como loco y conseguí un B&B o Bed & Breakfast que es el término moderno de las pensiones de antes y tenía las dos noches que iba a estar en Roma con desayuno incluido por ochenta leuros, con lo que por una módica cantidad ya tenía aviones y cama en la Ciudad Eterna y de gratis venía que no te puedes perder porque todos los pilotos saben que todos los caminos conducen a Roma.
Mi vuelo de ida era por la tarde y ese viernes opté por trabajar desde casa, comenzar temprano y salir escopeteado para el aeropuerto. Mi última experiencia por el aeropuerto de Eindhoven fue traumática ya que como muchos recordaréis, hubo un percance con una persona atropellada por un tren y acabé compartiendo taxi con un chamo que llevaba un equipo completo de julandrismo en su equipaje de mano y mi vida pendió de un hilo durante todo el vuelo a Gran Canaria por culpa de un dildo enorme que descansaba sobre mi cabeza. En esta ocasión los hados parecían más favorables y cuando llegué a la estación de tren de Utrecht en bicicleta no habían retrasos anunciados y tras comprarme un capuchino para el camino, me senté en el vagón a jugar con el iPad, ese dispositivo mágico y maravilloso que que empresas malvadas del país de los cabezudos copian con descaro. Por descontado, jugar con el iPad sería algo impropio de mí ya que es una sola tarea así que en paralelo escuchaba un audiolibro con mi iPhone, chateaba con el Rubio y disfrutaba del paisaje. Al llegar a Eindhoven cogí el autobús 401 y en menos que nada llegaba a la zona de guerra en la que se ha convertido el aeropuerto de esa ciudad, el cual están expandiendo brevemente mientras sigue en uso. No es una obra faraónica como esas que se hacen en España, simplemente le están haciendo un pequeño hotel dentro del aeropuerto y ampliando las instalaciones, algo que ya estaba previsto en el plan original y que continúa con la línea sobria y funcional que nunca vemos en los aeropuertos españislavos, entre los que destaca el complejo egipcio de la nueva terminal de Madrid o la de Barcelona, ambas mastodónticas y absurdamente inútiles para los pasajeros.
Una vez en el aeropuerto, no perdí el tiempo y fui directamente a cruzar el control de seguridad. Como siempre teníamos al primo tonto de Lina Morgan que intentaba pasar con un trolley más pesado de lo permitido o de medidas mayores. Lo repito por enésima vez a la novena potencia. En este aeropuerto te pesan TODO el equipaje y te controlan el tamaño. Si no es el adecuado, no te dejan pasar y te obligan a facturarlo. No serás ni el primer ni el último julay que se creyó más listo que ellos porque al salir de España no lo revisaron y allí llora lágrimas de sangre putrefacta. Una vez dentro me compré una botella de agua barata en la tienda libre de impuestos pero más cara que si los tuviera y en donde el agua vale cincuenta céntimos de leuro más barata que en el bar de la terminal. Me senté cerca de la zona en la que suponía que saldríamos y me dediqué a ver mis series favoritas. A la hora de salir me puse de los primeros en la cola y como sucede de un tiempo a esta parte, los que tenían prioridad en el embarque eran cuatro gatos. No merece la pena pagar si al final consigo ventana igual y me ahorro la pasta. El avión llegó al aeropuerto treinta minutos antes de tiempo, algo que yo sabía desde mucho antes ya que como cualquier viajero que se precie, me había informado con la aplicación Flightboard, la cual está disponible hasta para los teléfonos de los pobres y los Orcos y que si eres tonto pagas tres leuros y pico y si eres como el chamo de los anuncios de la cadena alemana, te sale gratis. Corrimos por la pista con ese sanísimo deporte que han introducido las líneas aéreas de bajo coste para incentivar la movilidad y mejorar la salud de sus pasajeros y me senté cerca de la puerta trasera. El avión se llenó en prácticamente nada de tiempo y tardaron aún menos en cerrar las puertas, encender los motores y entrar en pista para el despegue. Las azafatas ya estaban nerviosas y temblando de emoción pensando en todas las cosas que podrían vendernos. A mi lado no iba nadie y mi iPad tenía su propio asiento. Una vez levantamos el vuelo, me puse a ver mis series y a ningunear a las vendedoras del zoco de Ryanair, aprovechando para tomarme mi agüita y comer las dos deliciosas Magdalenas que me llevé conmigo. Nuestro destino era el aeropuerto de Ciampino, el pequeño y usado prácticamente en exclusiva porRyanair. Aterrizamos en hora y fue salir del avión y estar en la calle. Para llegar al centro había elegido una combinación de línea de autobús urbano con metro y preguntando encontré la guagua. En un cuarto de hora nos llevaron a la última parada de una de las líneas de metro, compré mi billete y desde allí (estación Anagnina) fui hasta la estación de Vittorio Emanuele. Mi pensión estaba cerquita de esta y la encontré sin problemas. Ya era de noche y tras tomé posesión de mi habitación. Supuestamente tenía el baño compartido pero como la otra habitación estaba libre, el baño era mi Tessssssoooooro, como dirían algunos con cierto anillo. Como estaba cansado y al día siguiente tenía una jornada maratoniana, opté por ir a cenar Al Cavallino Bianco, un restaurante que estaba muy cerca y me pedí un plato de gnocchi ai 4 formaggio de primero y una pizza con melanzane alla parmigiana de principal. Al postre no llegué porque estaba encochinado y además en la habitación me habían dejado unos bombones de chocolate. Ese día no hice más nada, regresé a la habitación y de alguna manera caí rendido, seguramente porque sabía que al día siguiente no pararía.
El relato continúa en Los Museos Vaticanos, la Capilla Sixtina, Miguel Ángel y mucho más